Nunca me han gustado las despedidas de soltero. Tal vez no es el concepto en sí mismo lo que me chirría sino el producto en el que ha derivado. Un pack experiencial donde el componente fundamental, en la mayoría de las ocasiones, es ver cómo personas adultas, hechas y derechas, hacen el ridícula de manera espantosa y continuada, encabezados por un novio o novia que, sinceramente, no está ya para esos trotes.
¿Tiene uno que despedirse de su estado de vida actual? No me parece mal. Soy de los que piensan que el tiempo existe, entre otras cosas, para que haya “antes y después” en nuestras vidas que nos ayuden a tomar conciencia de los cambios que vamos experimentando. Por tanto, despedirnos de nuestra soltería puede ser similar a despedirnos de un año que se va, de una carrera que termina, de un empleo que abandono, de una casa que cambio… Pero curiosamente hay detrás de todas estas despedidas un componente sentimental, silencioso, reflexivo, incluso religioso. De lo que se trata es de tomar conciencia, de agradecer lo vivido, de recordarlo y de mirar adelante, a un futuro que se dispone a ser mejor. Las despedidas de soltero, muchas de ellas, están preparadas justamente para lo contrario: para resistirse a mirar hacia adelante, ver el futuro como una losa que está a punto de llegar, como un divertirse mientras se pueda, y con un componente de desenfreno irreflexivo que suena, sinceramente, a una huida hacia adelante.
Yo sí tuve despedida de soltero. La organizaron mis amigos más cercanos, en Coruña. Allí estaban ellos y ellas. Los que tenían que estar. Sin gorritos, ni disfraces, ni órganos sexuales en la cabeza, sin alcohol inundando las venas, sin stiptease, ni barras americanas, ni sorpresitas de mal gusto… Allí estábamos los amigos que habíamos llegado hasta aquí. Los que habíamos estudiado juntos, los que nos conocíamos y nos queríamos, los que estaríamos en un banquete de boda semanas después. Nos reímos, cenamos, disfrutamos juntos y luego nos fuimos un rato a bailar. Todo sin perder la dignidad y sin abandonarnos a nosotros mismos en aras de una diversión que nosotros no necesitamos para que el momento fuera especial.
Ahora vamos mejorando. Hay despedidas también para aquellos y aquellas que se divorcian. Sus amigos, en un alarde de cariño y santidad, les preparan una fiestecilla para celebrar ¿el fracaso? ¿El dolor? ¿La etapa maravillosa con ex, custodias, ligues y libertad recuperada que viene por delante?
El matrimonio está, sin duda, mal visto. Algo tendremos que hacer para devolverle la alegría, la libertad, la plenitud y la normalidad que otros pretenden extirparle enmarcándole en fiestas varias que celebran lo que hay antes y después. Tenemos la responsabilidad de mostrar que hay muchas cosas que celebrar cada día y que pocas cosas hay más maravillosas que luchar junto a otra persona por construir un proyecto común llamado a fructificar y a ser célula madre de una sociedad que escapa asustada sin querer parar a mirarse en el espejo.
Un abrazo fraterno – @scasanovam