El otro día hablábamos con mi hija sobre la conveniencia de las banderas que indican si hay prohibición de baño en la playa o no. Recuerdo que la conversación se inició al ir paseando cerca de la orilla y comprobar como, pese a haber bandera roja, que prohíbe terminantemente el baño, había personas dentro del agua. Los esfuerzos humanos por buscar métodos para prevenir accidentes son inútiles frente a la libertad de aquellos que piensan que no hay nada fuera de ellos que pueda indicarles lo que pueden y lo que no pueden hacer. Me dio que pensar.
Uno de los aspectos que más rechazo produce de la Iglesia Católica es precisamente su “sistema de banderas” para evitar catástrofes personales y colectivas. Nosotros le llamamos pecado y, aunque es verdad que durante mucho tiempo estuvo rodeado de matices ciertamente insanos, en el fondo, no es más que una manera de decirle a todo hombre y mujer que hay cosas que conviene no hacer. Hay banderas verdes, comportamientos y actitudes y pensamientos que la Iglesia nos anima a llevar a cabo. Decisiones que conviene tomar para bien nuestro y de la sociedad. Hay banderas amarillas, comportamientos y actitudes y pensamientos que la Iglesia reconoce como imprudentes, como peligrosos, como inadecuados. Acciones y decisiones que nos ponen al borde del precipicio y que conviene evitar en la medida de lo posible. Y luego hay banderas rojas, prohibiciones por nuestro bien, peligros evidentes que hay que evitar porque nos comprometen, a nosotros y a otros.
Pero en la vida espiritual, como en la veraniega, hay personas que están por encima del bien y del mal y que llevan muy mal eso de que les digan “lo que tienen que hacer”. No salen de su propio ombligo y, situándose en el centro, no son capaces de analizar previos, consecuencias, daños, costes… En un ejercicio de egocentrismo absoluto, el mayor pecado de todos, se sitúan ellos mismos como auténticas medidas de la ley, de la frontera, de lo que se puede y lo que no se puede. Nada ni nadie es más importante que ellos mismos y que sus apetencias y sus propias maneras de valorar la realidad.
Al final el pecado no es más que la frontera que conviene no atravesar. El pecado tiene unas consecuencias graves para uno y para los demás. No tanto para Dios. Dios sigue siendo Dios, Misericordia y Justicia eternas, hagamos lo que hagamos. Su mayor dolor cuando pecamos es el dolor que nosotros mismos nos infligimos, que genera una espiral de “destrucción”, de mayor o menor tamaño, que acaba alcanzando personas, lugares, ambientes… que nos rodean.
Seamos humildes. Dejemos que los que no hacen otra cosa que procurar nuestro bien hagan su trabajo, dejémonos guiar. La libertad no es una trinchera sino una conquista. No hay nada que demostrar.
Un abrazo fraterno – @scasanovam