El lenguaje político mexicano es intachable. Tiene –como un cerco viejo—salidas para todo. Cantinflas lo inmortalizó en películas como aquella llamada “Si yo fuera diputado”. Se trata de decir mucho, con palabras supuestamente rimbombantes, para acabar diciendo nada.
El circunloquio, el eufemismo, la cantinela…, todo sirve para enmascarar y para despistar al respetable. Un presidente dijo una vez que cuando él llegó el país estaba al borde del abismo. Y sin asomo de ironía concluyó: “pero hemos dado un paso adelante…”
Este apunte viene a cuento por el comunicado que hace unos días sacó la oficina de prensa del presidente Peña Nieto, quien hoy se reúne, por primera vez en la historia en Palacio Nacional, con Francisco. Para guardar las formas –no obstante nadie lo hubiese pedido, salvo la caterva de masones que rodean al poder político—el boletín advertía que “México reconoce al Papa Francisco como Jefe de Estado”. Y, como Jefe de Estado, se le va a tratar.
¿Viene a firmar algún convenio con Enrique Peña Nieto? Obviamente no. Lo ha dicho fuerte y quedito: viene como misionero de la misericordia, a confirmar a los mexicanos (83 por ciento católicos, 99 por ciento guadalupanos). Es decir, lo más alejado a un Jefe de Estado. Pero hay que cubrir las formas. Guardar el honor del laicismo. Poner a la Iglesia en su lugar…
Para presidencia de la República, el propósito de la visita de Francisco a México es “ahondar en el fortalecimiento de una relación respetuosa y constructiva, que se traduzca en acciones conjuntas a favor de las mejores causas de la humanidad…”. Pues si eso fuera, podría ser Francisco, o podría ser cualquiera otro dignatario.
Obvio que presidencia sabe quién viene. Y que el fervor popular se desatará en las calles. Pero no lo puede decir de forma directa. No vaya a ser que tilden al este gobierno de “mocho” (beato). Y que le saquen a relucir lo feo que se puso México cuando la guerra cristera.