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Primero, en Palacio Nacional, la sede del triunfo del liberalismo mexicano. Benito Juárez vivió aquí. Ésta era la fortaleza inexpugnable del triunfo de la Reforma liberal contra el “conservadurismo eclesiástico” del siglo XIX, que se extendió hasta… ayer.
Los miembros del gabinete legal y ampliado, la familia del Presidente Peña Nieto, el mundo de la cultura, los partidos políticos de izquierda, de centro, liberales y masones, todos puestos de pie, en una ovación larguísima al Papa, al que se le consideraba (por los fundadores del PRI hacia el primer tercio del siglo XX y hasta… ayer) el máximo representante de una potencia extranjera que se entrometía en los asuntos internos del país, a través de la clerigalla.
Pero, vamos, Esto podría ser fruto de la euforia callejera que provocó el Papa a su llegada y en su recorrido matinal a Palacio Nacional, donde nunca Juárez, Plutarco Elías Calles, Lázaro Cárdenas… hubieran soñado (hubiese sido una pesadilla intolerable) que fuera recibido “el máximo jerarca” de la Iglesia católica. Lo que ya no dejó paso al azar fue el discurso del Presidente Peña Nieto. Menos cuando habló de la fe del pueblo mexicano y de que este pueblo sufridísimo (eso lo digo yo) es un pueblo “orgullosamente guadalupano”.
Ya ni qué decir de los encomios presidenciales a la luz del camino de las Escrituras encarnada en Francisco, o sobre la conversión de todos por el Año Jubilar de la Misericordia. El daño a Juárez y a sus émulos –muchos de ellos sentados en el patio de Palacio Nacional—estaba hecho.
Y bueno, el acabose. Viene la comunión en la Misa celebrada en la Basílica de Guadalupe. De pronto, la cámara del Centro Televisivo Vaticano enfoca los exteriores abarrotados de fieles (miles de jóvenes, qué alegría) se arremolinan para tomar la Eucaristía. Corte y disolvencia al interior de la Basílica. Un sacerdote reparte la Sagrada Forma. ¿Quién sigue en la fila después de una dama que comulga? El Presidente Enrique Peña Nieto y tras de él, una de sus hijas… Ya no volvemos a ver a ninguno otro miembro de la clase política, excepto al embajador de México ante la Santa Sede (algún tiempo Presidente Nacional del PRI), el queretano Mariano Palacios Alcocer y su esposa, Anita González.
Si alguien tenía dudas de que el Papa Francisco abre –con su humildad perseverante y su testimonio luminoso—los rostros más fieros y los torsos más fuertes, que diría César Vallejo, pues aquí tiene la prueba de que así es. Esto es otro México. Más bien, éste es México.