El Papa llega a México justo un día después de revelarse la tragedia del penal de Topo Chico, en las inmediaciones de Monterrey. Un motín en que murieron 49 presos, tras una batalla campal presuntamente entre miembros de los cárteles de la droga que se disputan parte de México: los “Zetas” y el “Cártel del Golfo”.
Como en muchos otras cárceles del país son los propios delincuentes los que se “autogobiernan”. Son los que deciden, pues, quién vive y quién muere. Verdaderas escuelas del crimen. Topo Chico ha puesto en evidencia que en esta materia, el Estado mexicano está reprobado (como el año pasado lo puso en ridículo “El Chapo” Guzmán, fugándose por segunda ocasión a través de un túnel de kilómetro y medio de largo, justo debajo del “inexpugnable” Penal del Altiplano).
Lo que sucedió en Topo Chico es la más grande matanza en penales mexicanos por lo menos desde hace 40 años. Cerca estuvo la que sucedió en el vecino penal de Apodaca, el 19 de febrero de 2012, cuando murieron 44 reos, justamente por el control de la cárcel entre los mismos grupos de narcotraficantes que ahora pelearon a palos y cuchilladas.
El grado cero de humanidad. Y de gobierno: Topo Chico estaba sobrepoblado. La ocupación se encontraba en 200 por ciento por encima de su capacidad. Sin autoridad y sin rumbo, es un reflejo de muchas cosas que tienen que ser corregidas en México.
No lo olvidará Francisco cuando, fiel a su costumbre y atendiendo una de las obras de misericordia de la Iglesia católica, visite el próximo 17 de febrero a los presos y a sus familias en el Centro de Readaptación Social número 3 de Ciudad Juárez, horas antes de despedirse de suelo mexicano.
Ahí también hay sobrepoblación. Ahí también hay presencia de los cárteles. Pero es ahí donde el Papa quiere que se inicie la redención de estos hermanos nuestros que –como en muchos otros países de América Latina—viven sin la menor esperanza de rehabilitación o de reinserción social. El Papa será una luz de esperanza para ellos.