Francisco acaba de conceder una entrevista a la gente de a pie de México. La pregunta obligada –el espíritu mexicano triunfa sobre todas las cosas—fue qué espera sacar el Papa de su visita del 12 al 17 de febrero al país.
La respuesta, al estilo Bergoglio, dejó con un palmo de narices a los que estaban pensando que venía aquí como un “salvador”, a poner orden en el caos y a dar caminos de justicia en medio de la impunidad que prolifera en México.
Palabras más, palabras menos, el Papa dijo que él no era un Rey Mago, que no venía a solucionar problemas. Nada de eso. Dijo que venía a aprender. A sacar de la fe popular y del patronazgo de María de Guadalupe un modelo de Iglesia que acoge, que une, que reconcilia, que no hace distingos de colores. Que propone la paz y trabaja por ella.
Varias veces repitió en su mensaje la frase del “Nican Mopohua”, el documento del encuentro entre san Juan Diego y la Virgen de Guadalupe: “No tengas miedo, acaso no estoy yo aquí que soy tu madre”. Pero los mexicanos tienen miedo. No se confían a los brazos maternales de María. Y el Papa quiere venir a recordarles que son unos privilegiados, Que ella no hizo nada igual por alguna otra nación.
Obviamente, eso responsabiliza. Crea una misión de esparcir el Evangelio en el Nuevo Mundo. Y en el Viejo. Cosa que la mayor parte de los mexicanos ni siquiera han querido ver. El Papa lo va a recordar a cada paso. Es por eso que viene aquí. No solo para confirmar en la fe, sino como peregrino. Para encontrar las raices de la fe en la fe popular. En María de Guadalupe.