Las comparaciones son odiosas. Es cierto. Pero muchas veces, necesarias. Conocemos por analogía. O al menos pretendemos sacar conclusiones si ponemos una realidad frente a otra.
Nos situamos en el Hospital Pediátrico “Federico Gómez” de la Ciudad de México. Recorre el Papa los pasillos, saluda, besa, se entretiene dándole medicina a un chiquillo. Está en su medio. Llega donde una joven con 15 años de edad, apenas floreciendo a la vida, que –por las quimios—ha perdido el pelo.
Envuelta en una pañoleta azul (la vemos siempre de espaldas) susurra unas palabras al oído del Pontífice. Luego se sienta. Está agotada por el esfuerzo y por la espera, suponemos, de muchas horas para “ver al Papa”. Aleccionados por las secuencias de artistas y políticos haciendo ese tipo de visitas a centros hospitalarios infantiles; aleccionados por nuestras propias impaciencias cuando nos hacemos “los buenos” y cumplimos –mediocremente– alguna de las obras de misericordia, discurre nuestro interior: la va a bendecir y a otra cosa.
Francisco cruza las manos, se inclina para escuchar mejor (atrás hay ruido, mucho ruido). La pequeña canta a capela –¡y muy bien!—el “Ave María” de Franz Schubert. No hay un solo momento de dispersión en la mirada del Papa. Está concentrado en ella. Ella es toda Jesús.
De nuevo pensamos: cuando termine la primera parte (“Et benedictus fructus ventris / Ventris tui Jesus”) va a concluir la audición. No es así. Permanece estático y después del “In hora mortis nostrae” y del último, largo, sentido “Ave Maria”, abraza, besa, bendice. Al lado está la señora Angélica Rivera, el doctor Gasbarri y el titular del centro pediátrico. La primera dama seca lágrimas. ¿Pensará en el tiempo que le dedicaría su marido si estuviera ahí? ¿Ella misma?