Desde niños y hasta terminar la carrera de Comunicación –luego como profesor—fui alumno, compañero, amigo de jesuitas. Reconozco su forma de ser. A veces me reconozco en ella. Otras, me pierdo. Lo que puedo encontrar en el Papa Francisco es a un jesuita de los que admiro; uno de tiempo completo.
¿Por qué? Déjenme decirlo en dos frases. Por el tema del diálogo y por el uso de las mediaciones culturales para esparcir el “ethos” cristiano. Dos ejemplos: a los obispos les dijo aquello de discutir las cosas cara a cara, de lanzarse los platos –si es necesario—y luego reconciliarse en la oración. En San Cristóbal de las Casas le pidió perdón a los indígenas y les dijo que el mundo de hoy los necesita, porque ellos son como la fruta primigenia de la madre tierra.
Son dos de las muchas perlas jesuíticas de este viaje papal a México. Un arzobispo emérito me contó que en la escalera que lleva a la casa general de los jesuitas, en Roma (el padre Jorge Mario Bergoglio la ha de haber recorrido muchas veces), había un grafiti que decía (en italiano): “Jesuitas falsos”. Este arzobispo preguntó un día al prepósito de los jesuitas por qué no lo mandaba quitar. El prepósito le respondió con la humildad y la socarronería intelectual propia de la Compañía: “Porque, desgraciadamente, es verdad.”
Desde luego que los obispos mexicanos –como todos los mexicanos—no sabemos muy bien eso de dialogar cara a cara (sin llegar a los puños). Pero les dejó una tarea y un camino del que no podrán (podremos) zafarse (zafarnos). Por supuesto que el mundo occidental con lo último que contaba era con los indígenas. Pero ya no tendremos vergüenza si los hacemos un lado.