Sigo pasando unos días en la casa en la que crecí y me cuesta no detenerme en algunas de las fotografías o recuerdos que hay en mi dormitorio.
Algunos son de las Pascuas juveniles a las que fui «en mis tiempos»; sin duda de las mejores experiencias de aquella época.
Recordando las amistades que surgieron entonces, caigo en la cuenta de que mi hijo mayor ya tiene edad de asistir a este tipo de encuentros. Pienso con cierta pena si mi marido y yo no habremos descuidado un poco la vivencia de los días más importantes del año.

Hay planes que no siempre son compatibles con los niños pequeños. Y a eso hay que añadir que cuando vives lejos de la familia, uno de los pocos momentos en los que puedes ver a los tuyos es por estas fechas.
No es que quiera justificarme, simplemente he estado pensando en los porqués de algunas cosas.
En cualquier caso, siempre es posible marcar un cambio de rumbo en el camino, si uno piensa que es lo mejor para todos. Y desde luego, ahora mismo, no me cabe ninguna duda de que sería lo mejor.
El tiempo pasa volando y de repente me doy cuenta de que las circunstancias nos permitirían vivir con un poco más de intensidad la Semana Santa. Es algo a lo que hemos renunciado en los últimos años, al haber dado prioridad a otras cosas. Pero siempre estamos a tiempo de proponernos un cambio de tercio. Esto es lo bueno.
Creo que no sería quien soy sin las Pascuas juveniles y mucho me temo que mis hijos no sean quienes están llamados a ser si no les ayudamos a crecer en la fe. Como diden los «Little Einstein», «tenemos una misión». @amparolatre