Lo sé. La invitación es a ver luz a nuestro alrededor y a ser luz para los demás. A emocionarnos con la espera de Algo grande y a sembrar esperanza.
Pero yo este Adviento lo empiezo un pelín saturada. Confío en que el espíritu de estas semanas me cale y así en lugar de resoplar cada día cuando mis hijos salen llorando del colegio, me lance a abrazarles y consolarles como se supone que debería hacer.
Hoy estoy saturada y no he sabido hacerlo bien a las cinco. Ya he perdido la cuenta de los días en los que “mi adolescente favorita” sale disgustada del colegio; con su nube gris sobrevolándole la cabeza y yo lo he hecho fatal. Lo reconozco. Pero estoy saturada.
En lugar de sonreírle y hacerle un cariño con el que levantarle el ánimo, le he soltado un “madre mía, qué aburrimiento, qué harta estoy de estas historias”.
Era un momento crucial en el que me la jugaba y he perdido la batalla. En lugar de duplicar una sonrisa, lo que ha aparecido ha sido otra nube gris, pero ésta encima de mi cabeza.
Ojalá los problemas del cole, los sinsabores y todas esas cosas negativas que les pasan a nuestros hijos pudieran terminar de gestionarse ahí; en el patio o en una tutoría. Ojalá hubiera tiempos y espacios para que contaran cómo se sienten, en lugar de tener que traer el mal rollo a casa. Cuando además, no podemos hacer nada para poner una solución.
La parte positiva de todo esto es que “mi adolescente favorita” se ha pasado la tarde en el coro y para ella, no hay mejor plan para relajarse y sentirse bien. Yo mientras tanto me he regalado algo de silencio para recibirla a última hora “como si nada” y tal y como estamos haciendo últimamente, meternos juntas en su cama para acabar el día, como hacía cuando era pequeña.
Convivir con la adolescencia tiene “días tiovivo”, como el de hoy, en el que en unas horas pasamos por la risa, el llanto, el estrés y la tranquilidad. Agotador.
Este año el Adviento llega, un año más, para poner a punto mi corazón. @amparolatre