Mi hija pequeña no es tan curiosa como sus hermanos mayores, que han sido de hacer preguntas a todas horas. Ella es más de observar, de rumiar y de soltarte una perla al oído cuando menos te lo esperas.
Sara es más de mirarte fijamente con esos ojazos; de abrazarte cuando lo necesitas; de decirte que ella siempre te hablará bien después de una salida de tono; de llamar suavemente con los nudillos en la puerta de la habitación de sus hermanos y pedirles que hagan las paces o de preguntarle a su padre que por qué toma chocolate si le sienta mal.
Cuánta sensatez en un cuerpo tan menudo, decimos en casa.
Sara tiene que aprender a ser más niña, a portarse mal de vez en cuando, a no obedecer siempre y a no sentirse fatal solo por pensar cosas “malas”. Pero ella es así y en casa su presencia y su manera de estar resulta de lo más interpeladora para todos.
Recuerdo el día que la vi concentrada, sacando pecho frente al espejo de la entrada de casa. Acababa de cumplir tres años: “Me han dicho en el colegio que tenemos que preparar el corazón para el Adviento”.
Que la curiosidad no sea el rasgo que más la define no quiere decir que no haga preguntas. Hace muchas. Una de las últimas la ha hecho mientras veíamos una película en casa: “¿Tenemos que ayudar a los malos o no?”
No me digáis que no es una pregunta de altura.
En casa escuchan por activa y por pasiva, del derecho y del revés que ayudar no es una opción. Siempre que esté en nuestra mano echar un cable a alguien que lo necesita hay que hacerlo. Pero claro, “¿también a los malos?”
La pregunta suscitó un debate interesantísimo en casa, que entre otras nos llevó a la conclusión de que a lo que hay que ayudar siempre es a hacer el bien y que cuando tenemos la certeza de que no se va a hacer nada bueno, mejor no sumarse al plan. A todos se nos ocurrían ejemplos de ocasiones en las que hemos participado en algo turbio o hemos estado a punto de hacerlo. Sara llegó además a la conclusión de que si tiene dudas me preguntará a mí o a su maestra. Bien por Sara. @amparolatre