Sara se quedó frita en mis brazos después de una sesión intensa de manguera en la sierra madrileña.
No paró en toda la mañana y a media tarde la chiquilla ya no podía más.
Después de un rato dormida en mis brazos, una amiga se ofreció a improvisar una cama, para que yo estuviera más cómoda. “Gracias. Mejor no. Así está bien”, le dije. Y me quedé un rato pensando en mi contestación.
No decidí tenerla en brazos durante la siesta para que mi benjamina estuviera más a gusto -probablemente habría dormido más profundamente en la cama improvisada-, decidí quedármela en el regazo pensando fundamentalmente en mí. Se podría decir que fue una decisión motivada por puro egoísmo.
Porque aunque en esta postura se me carga la espalda, lo que recargo de verdad son mis reservas de ternura. No me canso de tenerla apretada contra mí. Por no hablar de la paz que siento cuando miro sus ojazos cerrados y esas pestañas largas que tiene, o intento acompasar mi respiración a la suya.
Son ya casi seis años los que tiene mi benjamina y no sé cuantas siestas más como ésta habrá en mi vida.
Así que, ¿qué queréis que os diga? Tengo que aprovechar a tope cualquier dosis extra de mimo que se tercia, que el tiempo pasa volando y estas escenas pasan de ser el pan nuestro de cada día a esfumarse de un plumazo.
Cuando los niños son pequeños el desgaste es enorme y a menudo hay que medir fuerzas para delegar en la medida de lo posible y ahorrar energía. En estas situaciones puede haber personas que nos ayuden a que nuestros hijos estén bien atendidos. En mi caso, he de decir -ahora ya no me duele como me dolía en su día- que, en alguna ocasión, quienes se han ocupado de ellos cuando lo he necesitado, llegaban a casa con más paciencia o mejor humor que yo.
Sin embargo, en los catorce años que llevo como madre, a la hora de organizarme, el dilema ha venido dado no tanto por lo que ellos necesitaban, sino por aquello que necesitaba yo. Jamás he dudado que mis hijos fueran a estar bien. Pero a mí el cuerpo siempre me ha pedido estar muy presente en su día a día y no perderme un montón de momentos cuando no es imprescindible.
No falto al trabajo o dejo de salir con una amiga porque a mi hijo le vaya a pasar algo grave si yo no estoy con él en un momento dado, es a mí a quien le pasa. Soy yo la que sufre porque no se lo quiere perder.
La siesta de Sara en la sierra me recordó que soy yo la que se beneficia de estos instantes mágicos, más que ellos. Conste que mi preadoelscente y adolecente favoritos, ni duermen siestas, ni puedo achucharlos así, pero me regalan escenas con el mismo encanto. @amparolatre