La capacidad para valorar las pequeñas cosas es una de las claves de la felicidad. Es una idea que nos llega por todas partes, que todos hacemos nuestra en abstracto, pero que no siempre sabemos llevar a la práctica. Porque este es el «quid» de la cuestión.
Si para algo me está sirviendo la actividad bloguera es para saborear un poco más las situaciones o anécdotas con las que sueltas una gran carcajada o simplemente esbozas una sonrisa. Antes, con las prisas de cada día, a los dos minutos mi cabeza ya estaba en otra onda. Ahora sin embargo, no solo es que estoy en permanente actitud de captura de “momentos ricos”, sino que después me siento a darles forma frente al ordenador y eso me permite disfrutar de «estas pequeñas cosas» por partida doble.
He aquí el fin terapeútico de un blog como este, que también lo tiene.
Dicho esto, entro en materia. Primera captura.
Hace una semana comencé libro nuevo y a mis hijos les encanta que les hable del tema de las novelas que tengo entre manos y de vez en cuando que les cuente cómo avanza el argumento. Soy una «spoiler» en toda regla, vamos. Les dije que tenía muy buena pinta pero que empezaba con mucha intriga y dando un poco de miedo. Como siempre, Sara (tres años) estaba rondando por ahí. Aparentemente a lo suyo, con su plastilina y sus dibujos, al margen de nuestras conversaciones, pero tomando nota de todo.
En fin, la cosa es que ayer por la noche cuando fui a coger el libro para leer, me lo encontré como aparece en la foto. ¡Me lo había «tuneado» con pegatinas de Frozen!

Digo yo que pensaría, «¿intriga, miedo?»; esto lo arreglo yo con un toquecito Disney. Y nada, dicho y hecho.
Estuve a punto de quitar las pegatinas para no estropear la portada, pero he decidido no hacerlo porque realmente no se ha estropeado nada. Sara con su sello particular la ha mejorado. Me ha hecho tanta gracia encontrarme a “Olaf” “Elsa” y “Ana” en las cuatro esquinas de las tapas del libro, que quiero volver a verlas cada noche cuando me tumbe a leer.
Segunda captura de las últimas 24 horas.
A Ángel le ronda un virus (o varios). Lleva toda la semana congestionado y a ratos con algo de fiebre. Por las mañana está mejor y no ha querido dejar de ir al colegio, pero a las cinco de la tarde, cuando voy a buscarlos me lo encuentro hecho polvo. Ayer en concreto, mientras volvíamos a casa en el autobús, recostó su cabeza en mi hombro y me cogió la mano.
“Qué gusto”, pensé. Cuándo tiempo hacía que no sentía a “mi mayor” así de cercano. Ya había olvidado las manos tan suaves y finas que tiene. Irene es más delicada en sus formas pero transmite mucha más fortaleza cuando te coge o te abraza. Creo que me voy a guardar muy adentro la escena del bus para saborearla en esos momentos en los que «mi preadolescente más lindo» se muestre distante o requeteseguro de algo que su padre y yo sabemos que es un error.
Son estas pequeñas cosas las que nos pueden salvar de la tentación de caer en la amargura o el desaliento que tantas veces parece envolvernos.