Los sábados con los partidos de baloncesto y los ensayos del coro, en nuestra casa terminan siendo algo ajetreados. Es la mañana del domingo cuando nos levantamos a otro ritmo y el desayuno se eterniza.
Y solo cuando hay cierto relax hay lugar para las confesiones.
En los últimos días hemos tenido lágrimas menudas, preadolescentes y adolescentes. Y ante ellas los mayores reaccionamos de manera muy distinta.
Lágrimas de este tipo indican que hay un nudo que deshacer. Es decir, hay que dejar otras cosas de lado y ponerse manos a la obra. Eso los domingos da pereza. Pero la pereza y la maternidad casan mal. Así que no queda otra que coger el toro por los cuernos.
Esta mañana he sido yo la que he deshecho el nudito, poco a poco, con buena dosis de paciencia. He necesitado intimidad y también encontrar las palabras exactas para decir las cosas claras. Porque estas situaciones son claves para ayudarles a crecer, no solo para hacerles sentir bien, que también.
Mi marido y yo hemos hablado después, de la suerte que supone que nos cuenten todas estas cosas, que confíen en nosotros y que nos busquen para buscar solución a sus «pequeños grandes problemas».
Decir… «¿pero ya estás llorando otra vez?» es una tentación que debemos controlar. Porque sí, cuando están pasando una mala racha las llantinas son una pesadez, pero es importante saber qué sucede (saber dónde están a nivel existencial, como dice el Papa Francisco), mientras van acumulando en «su mochila de la vida» recuerdos de que siempre hemos estado ahí acompañándoles, no solo en los momentos bonitos, sino sobre todo en los complicados.
Tengo la sensación de que mi conversación de esta mañana ha sido de las importantes, de las que dejan huella. Si me hubiera dejado llevar por la comodidad o hubiera intentado acallar las lágrimas con una regañina mi mañana habría sido más fácil, pero me habría perdido un montón de información valiosísima y probablemente habría perdido una ocasión estupenda de conectar con mi hija. En la familia cada minuto cuenta. @amparolatre