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La estrella

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Amparo Latre Gorbe - publicado el 03/09/16

Mientras algunas noches Sara busca, con toda paz, “la estrella de Pepa” en el cielo, sus hermanos mayores sienten a ratos el desasosiego que siempre acompaña la muerte de un ser querido. Igual que nos sucede al resto de adultos, a quienes se nos amontonan los recuerdos de la bisabuela.

La conocí poco después de empezar a salir con el que ahora es mi marido y me sorprendió su pesimismo y su semblante serio. Poco a poco aprendí a sacarle sonrisas y conociendo su historia comprendí el porqué de su manera de ser.

En los últimos años todos hemos visto cómo su deterioro y su dependencia eran cada vez mayores. Y con su vida mis hijos han aprendido una gran lección. La han consolado cuando lloraba, la han ayudado a comer cuando ya no podía hacerlo ella por sí misma y han sido testigos del cuidado enorme con el que sus hijas y sus nietos la han atendido hasta el último momento.

La enfermedad de Pepa les ha llevado a hacerse y a hacernos preguntas de esas que se atragantan, pero que es importante responder bien, porque son las situaciones incómodas en las que se producen las que nos dejan huella a todos para toda la vida.

Justo cuando estábamos llegando a su ciudad para pasar los últimos días de vacaciones, nos avisaron de que la habían ingresado. Los mayores (12 y 9 años) lo tenían claro: querían ir a ver a la abuela al hospital. Optamos por no esconder nada. Era, muy probablemente, el final, y la visita iba a ser una despedida. Les dijimos que no era obligado ir y que lo que sí era obligatorio si aceptaban, era que habláramos después de cómo se habían sentido. Seguían firmes en la decisión tomada: querían ir.

A Irene le aconsejamos que no se soltara de la mano de papá, porque era el que iba a acompañarle y les explicamos que para los mayores tampoco es fácil despedirse de un ser querido. Lo que iban a sentir ellos, también lo sentíamos nosotros, aunque lo expresáramos de manera diferente.

La visita al hospital, ha sido sin duda, la experiencia del verano. Afortunadamente, no hubo una sino dos. La primera vez, ella estaba dormida y tranquila. Pudieron decirle algo al oído, rezar delante de ella, y en la capilla, unos minutos y la sensación que se llevaron fue de serenidad. La segunda vez, estaba despierta, consciente y algo mejor tras una transfusión de sangre que le habían hecho. Los conoció, se emocionó, con sus pocas fuerzas los llamó por su nombre y les pidió a sus hijas el bolso para darles, como siempre, unos eurillos “de paga”.

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Días después, cuando la abuela falleció volvió a plantearse de nuevo el dilema. ¿Iban al funeral o no? En este caso, a Ángel le dejamos decidir. No solo decidió ir, sino que quiso leer las peticiones durante la celebración. Irene, sin embargo, se puso nerviosa porque no sabía qué hacer. “En tu caso, nosotros te vamos a decir lo que harás. No irás. Y no pasa nada. Dentro de unos días, prepararemos juntos una oración bonita para Pepa y si quieres podemos ir juntos al cementerio para que veas cómo es”. Y aún no hemos ido porque ella no lo ha pedido.

La cara más desagradable de la situación la ofrecieron aquellos que se inmiscuyeron en nuestra decisión. Nosotros tan convencidos que cómo habíamos llevado una decisión delicada y tan orgullosos de cómo habían reaccionado nuestros hijos y sin embargo para algunas personas estábamos cometiendo poco menos que una aberración porque la muerte, en general, y los hospitales y los funerales, en particular, no parecen ser lugares para niños. Hay que mantenerles al margen y ojos que no ven …

El problema es que el corazón siente. Puede que calle, que no hable porque nunca lo ha hecho ni le han dejado, pero habla y se pregunta por el misterio. No todos pensamos igual, ni tenemos por qué actuar del mismo modo, pero qué duda cabe que cuando la vida, en todas sus dimensiones, no se aborda en el día a día, es difícil afrontarla de sopetón, cuando lo inevitable nos atropella.

Mis hijos han tenido mucha suerte conociendo a sus bisabuelos. El dolor y la enfermedad es parte de la vida. Y han sido unos privilegiados al poder preguntarse desde la fe, ya con uso de razón, por el sentido de lo que nos pasa. Dejar a los niños al margen es privarles de una experiencia fundamental. Acompañar a Pepa hasta el final a una edad como la suya, les ha mostrado que todos, de diferentes maneras, somos débiles, que en la debilidad puede haber mucha fortaleza y dignidad humana, y que no es absurdo sino razonable ir por la vida con la cabeza alta, mirando al cielo y buscando estrellas, en lugar de ir cabizbajos, perdiéndonos parte del paisaje, por no atrevernos a mirar la vida en su totalidad. @amparolatre

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