Sabía que era un momento crítico para “mis chicas”. Por ese motivo decidí hacer el viaje de vuelta a Madrid en el asiento de atrás, en lugar de en el de copiloto, donde suelo sentarme.
Con una diferencia de edad de seis años, la actitud de las dos era la misma. Quietas, calladas, miraban nostálgicas por la ventana.
Bastaron unos minutos para que las dos fueran cambiando la postura y terminaran con su cabeza apoyada en mis hombros y sus brazos enroscados a los míos.

No les pasaba nada grave, pero las dos habían disfrutado mucho de las vacaciones y yo sabía que les costaba despedirse de los abuelos, los amigos y de esa sensación de libertad que, si todo va bien, los niños viven a esta edad, durante el verano.
A mí me pasaba igual y recuerdo que tampoco me apetecía hablar, solo contemplar un paisaje, escuchar música o abrazarme a mi peluche.
Pensé que ofrecerles un poco de contacto físico mientras recorríamos kilómetros podía ser buena idea. Y lo fue.
A veces es preferible no decir nada. Es mejor hacerles sentir bien.
De hecho, en la primera parada en el camino, mi hija mediana me preguntó el motivo por el cuál había decidido sentarme con ellas en la parte trasera del coche. Le dije que tenía la impresión de que era un día complicado. Nuestra conversación terminó con un abrazo de los de oso que rápidamente suscitó la curiosidad de los chicos de la casa, que a pesar de la explicación no entendían muy bien ni las nostalgias, ni los motivos del abrazo. Qué distintos somos. @amparolatre