Por un momento he pensado si sería un atentado y eso que no soy yo muy dada a ponerme en lo peor.
Pero poneos en mi lugar. Madrid, 9:00 horas, hora punta, metro abarrotado de gente y empiezan a oírse gritos al llegar a una estación. En el interior del vagón varias personas se miran serias, mientras otros pasajeros asomamos la cabeza al andén para ver qué pasa.
De un extremo del andén llegaba un ruido que no era el barullo normal de otros días a esa hora. La imagen al fondo de una persona de seguridad ha hecho que se me acelerara el corazón, mientras Irene y Sara me clavaban la mirada. Qué complicado es transmitir serenidad cuando sientes miedo.
Menos mal que unos segundos después se ha aclarado la situación cuando unos cincuenta chicos y chicas de la edad de “mi adolescente favorito” han invadido varios vagones del metro.
Ruidosos, desgarbados, tropezándose unos con otros, riéndose y empujándose mientras un par de profesoras les pedían por favor que hablaran más bajo.
Después de los minutos de incertidumbre, cada uno ha vuelto a lo suyo, algunos a su lectura en la táblet y la mayoría como es habitual a los mensajes matutinos del móvil. Yo no podía dejar de mirar a los causantes de semejante caos, a la vez que pensaba que la estampa era una metáfora estupenda de lo que la adolescencia significa en nuestras vidas.
Asusta, desorienta, distorsiona, no solo a ellos, sino también a nosotros, que tenemos que hacer un cambio casi de la noche a la mañana en la manera en la que nos relacionamos con nuestros hijos. Lo que hacía gracia hasta hace dos días, ahora les pone de mal humor. Lo que hasta hace nada se podía compartir en la puerta del colegio ahora forma parte de su más estricta intimidad. Y lo que ni siquiera se planteaba ahora hay que negociarlo.
Como dice una amiga, “esto es pa vivirlo”. Pues sí, solo eran un grupo de chicos y chicas de unos 15 años y yo pensando en un atentado. Creo que el último virus que me ha rondado me ha dejado un poco perjudicada. @amparoaltre