Sara habla y habla. Sin parar. Puede estar dos horas seguidas cantando y contando, con personas reales o imaginarias. Por eso llega un momento en el que desconectas.
Afortunadamente hay una alarma en mi subconsciente, que se activa en el momento justo y que me indica cuándo debo actuar.
Ayer la tarde había transcurrido con normalidad. Como se suele decir, todo iba rodado, aunque a última hora, antes de la cena eché un pequeño rapapolvo por el estado lamentable en el que había quedado el baño: ceras pisadas en el suelo, toalla con rastros de todos los colores…
Nada grave; lo típico en cualquier hogar con peques, pero que requiere (en mi opinión) también la típica reflexión sobre la necesidad de que todos nos impliquemos en el aseo y el orden en casa. Pero claro, esto a las ocho de la tarde, se convierte siempre en una discusión subida de tono, porque todos estamos cansados.
Aparentemente, Sara (a sus tres años) jugaba ajena a todo, pero solo aparentemente. Cuando la marejada había terminado, Sara empezó a decir lloriqueando que se iba a vivir a otro país. Y fue en ese momento cuando se me encendió la alarma.
- “Pero Sara, ¿por qué? Si aquí estamos muy a gusto”.
- “Porque todo me sale mal. Se me caen muchos juguetes al suelo”.
La cena estaba lista, las tareas hechas y los mayores ya me habían contado cómo había ido su día. Sin duda, era el turno de mi benjamina, a la que no había prestado demasiada atención y que se había agobiado con las voces típicas de la hora crítica.
Nada que no pueda solucionar un poco de mimo en la cama con un par de cuentos, “uno de la estantería y otro inventado”.
– “Había una vez una niña
que era muy, muy linda y que vivía en una familia en la que le querían un montón.
Esa niña, que además sabía ser muy amable se llamaba…”
– “Se llamaba Sara, mamá”.
Lo tengo comprobado, lo más importante que hacemos (o intentamos hacer) los padres no es curar las rodillas, sino las heridas del corazón. @amparolatre