Desde aquél cisma de 1534, cuando el rey Enrique VIII rompió con la Iglesia de Roma, el estar juntos —el Papa y un monarca inglés— frente a un altar para orar juntos. Bastó un gesto silencioso y poderoso este 23 de octubre frente a los frescos de la Capilla Sixtina para que este histórico encuentro renovara el diálogo entre la Iglesia católica y el anglicanismo.
El poder simbólico de la oración compartida
En la tradición cristiana, orar juntos no es un gesto menor: es reconocer que el Espíritu Santo actúa incluso donde las estructuras humanas han fallado.
Como recordaba el Papa Benedicto XVI en su visita a Westminster Hall (2010):
“En el diálogo entre creyentes, la fe no es un obstáculo, sino una oportunidad para purificar la razón y ennoblecer la política”.
De la diplomacia al testimonio
El Papa no ignora las diferencias teológicas ni las heridas abiertas. Pero su gesto recuerda algo esencial: la unidad no empieza en documentos, sino en el corazón y desde el testimonio. Este acto de oración público y juntos, abre un nuevo panorama y un tiempo de esperanza para el ecumenismo que empieza en lo espiritual, que vive en la oración en común y en el compromiso por el bien del mundo.
La Comisión Internacional Anglicano-Católica (ARCIC) ya había hablado de un “camino de convergencia”. Ahora, ese camino tiene rostro y gesto.
El propio arzobispo de Canterbury, Justin Welby, declaró después del encuentro:
“El silencio compartido entre ambos líderes fue más elocuente que cualquier discurso ecuménico”.
La división entre anglicanos y católicos no fue sólo teológica, fue humana y política. Marcó pueblos, separó familias, cambió la historia.
Pero como enseña el magisterio reciente sobre el ecumenismo —desde Unitatis Redintegratio del Vaticano II hasta las palabras del Papa Juan Pablo II en Ut unum sint—, Dios puede transformar las heridas en fuentes de gracia.
“Si el mundo viera a los cristianos rezar juntos, creería más fácilmente en el Evangelio”.
—San Juan Pablo II, Ut unum sint (n. 22).
Un cierre lleno de esperanza
La oración conjunta del Papa León XIV y el rey Carlos III no resuelve las diferencias doctrinales, pero abre una ventana al cielo.
Quizá la unidad no llegue por decretos, sino por pequeños gestos de amor, perdón y oración común. El Espíritu Santo —el gran protagonista de la historia de la Iglesia— sigue soplando, incluso donde las páginas parecían cerradas.
Y mientras los fieles de todo el mundo contemplan la imagen de ambos orando en silencio, una verdad se hace evidente: la historia no termina con la ruptura, sino con el perdón. Y el perdón, en la lógica del Evangelio, siempre se escribe de rodillas y en oración.











