En cada niño habita un fuego. A veces chispea en la risa, otras arde en un golpe o un grito. Ese fuego es la energía vital que, si no se orienta, puede convertirse en tempestad. Por ello, es importante enseñar a los hijos a transformar sus emociones.
Ayudar a nuestros hijos a manejar sus impulsos agresivos no es apagar ese fuego, sino enseñarle a que arda con propósito. Y eso comienza en casa, donde los padres somos el espejo donde ellos aprenden qué hacer con su propia rabia.
Los padres somos los primeros maestros

Ser conscientes de nuestras propias agresiones es el primer acto educativo. Porque no solo se agrede con la mano: también con el silencio hiriente, la ironía que humilla, el gesto que desprecia o la indiferencia que congela.
Las agresiones pasivas —esas que parecen inocentes pero siembran miedo o rencor— son las que más confunden el corazón infantil. No hay peor maestro que el adulto que exige calma con gritos, ni peor ejemplo que quien predica serenidad desde el enojo.
Formando el caracter desde la infancia
Pierre de Coubertin, el padre del olimpismo moderno, comprendió que el carácter se templa desde la infancia, y que el deporte es una escuela del alma antes que del cuerpo.
Veía en el juego un laboratorio moral: un campo donde la frustración y el deseo de victoria enseñan a contener los impulsos, a soportar la derrota sin hundirse y a competir sin odiar.
"Lo importante no es vencer —decía— sino luchar bien". En ese pequeño matiz reside toda una filosofía del equilibrio interior: no eliminar la agresividad, sino conducirla como energía que impulsa el esfuerzo, no como fuerza que destruye.

El hogar debe ser terreno fértil
El hogar ha de convertirse en un terreno fértil para la serenidad. Los hijos respiran el clima emocional de sus padres: si el aire está cargado de gritos, aprenden que el enojo es la forma natural de imponer.
Si el ambiente está impregnado de calma, descubren que se puede corregir sin lastimar. El niño interioriza no solo lo que se le dice, sino cómo se le dice. Cada tono, cada pausa, cada palabra es una semilla que se siembra en su memoria afectiva.
Viktor Frankl, el psiquiatra que sobrevivió a los campos de concentración, enseñaba que entre el estímulo y la respuesta siempre hay un espacio, y en ese espacio reside la libertad humana.
Educar con amor

Educar a un hijo en el manejo de su agresividad es precisamente ayudarle a descubrir ese espacio: ese instante invisible donde puede decidir si responde con violencia o con templanza.
No se trata de reprimir la emoción, sino de darle una dirección, una altura. Frankl afirmaba que el hombre no está determinado por sus impulsos, sino llamado a elevarlos. Que la fuerza que podría destruirnos puede también salvarnos, si se le da sentido.
Así, la agresividad puede transformarse en coraje para perseverar, en valentía para afrontar el miedo, en energía para defender lo justo. No es enemiga de la virtud, sino su materia prima. Lo que destruye no es sentirla, sino dejar que gobierne sin conciencia.
La agresividad no es un defecto a eliminar, sino una fuerza a domesticar. No hay niño malo por enojarse, hay niños que aún no han aprendido a transformar su fuego en luz. Y para enseñarles eso, los padres debemos aprender a encender el nuestro sin quemar a nadie.











