F1 ha causado sensación en todo el mundo y no es para menos. Su director es Joseph Kosinski, quien maneja el blockbuster de forma admirable, consiguiendo a la vez buen cine, espectáculo y entretenimiento puro, como demuestran sus estimables Oblivion, Héroes en el infierno y Top Gun: Maverick. Su desarrollo, aunando asombrosas técnicas de filmación, un montaje vertiginoso y profundidad en los personajes, además de tensión por los dramas internos de los protagonistas y por las carreras siempre al límite de la muerte, lo ha convertido en el que quizá sea el mejor blockbuster del verano, o al menos el más sólido y disfrutable.
Protagonizan un veterano, Brad Pitt, garantía de calidad; y una joven promesa, Damson Idris; entre los secundarios, gente de prestigio como Javier Bardem, Kerry Condon y Shea Whigham. Para completar el asunto, en el filme participan numerosos pilotos de automovilismo, como Fernando Alonso o Lewis Hamilton. La película nos mantiene al filo desde el inicio. No solo por esas carreras, rodadas de manera extraordinaria: también por los dramas en torno a los personajes, que es lo que aporta solidez al conjunto y hace que el espectador se implique con lo que le cuentan.
Brad Pitt es Sonny Hayes, el clásico caso de hombre al que, en su juventud, le aguardaba un futuro grandioso… hasta que tuvo un accidente durante una carrera y lo perdió todo: posibilidades, trabajo, trofeos, dinero. Hayes ya arrastraba de antes un dolor: la pérdida de su padre cuando él era solo un adolescente. Desde entonces ha ido dando tumbos por el mundo: vive en una furgoneta, ha hecho de apostador, de taxista y de piloto ocasional, ha tenido varias parejas y nunca parece encontrar estabilidad. Su conducción temeraria, su individualismo y su actitud poco colaborativa con los equipos lo han llevado al lugar en el que está y sufre: la promesa que nunca fue.
En busca de redención
Lo que Hayes necesita es darle un sentido a su vida. Redimirse de sus errores pasados. No le importa el dinero que deparan las carreras sino la conducción, las sensaciones de vuelo y libertad que le confiere estar al volante, la lucha por no ceder su puesto porque es más veloz que nadie. Es alguien que se guía por ritos, manías y supersticiones: antes de entrar al vehículo se arrodilla para orar en silencio; usa calcetines de distinto color; suele llevar en el bolsillo un naipe elegido al azar; antes de cada carrera lanza cartas al aire y observa la foto en la que aparece de niño junto a su padre, que también fue jugador. Su viejo amigo Ruben Cervantes (Javier Bardem) le ofrece la oportunidad que necesita: un regreso a lo grande para demostrar que puede ser el mejor conduciendo coches de Fórmula 1.
Pero Hayes tendrá que trabajar con alguien joven, arrogante y sin experiencia: Joshua Pearce (Damson Idris). En realidad Pearce es un calco de cómo fue Hayes. Porque las historias, y los patrones, siempre se repiten. El joven piloto también sufrió la pérdida de su padre en la adolescencia. Por eso se mantiene muy apegado a su madre: la devoción y el respeto que siente hacia ella es uno de los puntos fuertes del guión. Inevitablemente Hayes y Pearce chocan: el primero no quiere que alguien más joven intente ser más rápido; el segundo se niega a ceder el terreno y dejar que su puesto lo usurpe alguien al que considera viejo y estúpido. Hayes pretende guiarse por estrategias y dar consejos. Pearce prefiere el impulso del momento, olvidándose de tácticas.

Luego está Kate (Kerry Condon), una mujer atípica en el territorio en el que se mueve: se dedica a la ingeniería mecánica de los automóviles y es directora técnica del equipo de corredores. Para ella fue un reto: empeñarse en que podría destacar pese a la oposición de parejas, profesores y ex jefes. Su personaje, y la actuación de la actriz, son dos de los aspectos más favorables de F1: una mujer fuerte y decidida, que no se deja pisar por nadie y pretende demostrar sus capacidades a sus antiguos críticos.
Es una película muy próxima al espíritu de Top Gun: Maverick. Gusta, emociona, entretiene y logra que nos impliquemos con sus protagonistas. Que entendamos el drama de quienes, ya pasados los 50 años de edad, van en busca de una oportunidad que dé sentido a sus vidas y demuestren (sobre todo a ellos mismos) que aún no están obsoletos ni pasados de moda, y que por supuesto la veteranía y la experiencia nos aportan la sabiduría precisa para encarar los retos. Que entendamos que los jóvenes tienen que ser así, porque ésa es su naturaleza: impulsivos, rebeldes, testarudos, que prefieren cometer sus propios errores y se consideran invulnerables. Y cómo ambos personajes acabarán comprendiendo, estén en la edad que estén, que la humildad, la cooperación y el trabajo en equipo son esenciales en el deporte.










