Mientras Europa lucha contra olas de calor que baten récords, la historia ofrece un precedente curioso y sorprendentemente refrescante desde el corazón de Roma. Hace siglos, un Papa respondió a los veranos sofocantes no con memorandos políticos o advertencias públicas, sino inundando una plaza pública.
En 1652, el Papa Inocencio X inauguró el "Lago de la Piazza Navona", convirtiendo una de las plazas más emblemáticas de la ciudad en un estanque temporal. La medida era bastante práctica y popular.
Los sábados y domingos de agosto, las fuentes centrales se modificaban para que el agua se derramara libremente, transformando la cóncava plaza en un lago resplandeciente y poco profundo.
Los romanos, nobles y plebeyos, acudían en masa a la plaza. ItalyRomeTour explica cómo los carruajes se deslizaban sobre las piedras inundadas, los niños chapoteaban en el agua y los músicos tocaban para multitudes encantadas desde balcones y escenarios. Fue un momento de atención cívica creativa en una ciudad a menudo definida por la piedra y el sol, especialmente durante el implacable verano romano.
La idea tenía ecos históricos. La plaza Navona se construyó sobre los restos del Estadio de Domiciano, una pista de atletismo del siglo I. En el siglo XVII, la plaza se había convertido en un centro deportivo. En el siglo XVII, la plaza ya era escenario de festivales y justas, conservando su antigua función de lugar de espectáculo y desahogo. La inundación se convirtió en parte de ese ritmo, un acontecimiento estival que servía tanto al cuerpo como al espíritu.

Hoy en día, la Plaza Navona sigue siendo una obra maestra del urbanismo barroco, enmarcada por maravillas arquitectónicas como la Fuente de los Cuatro Ríos de Bernini y la iglesia de Sant'Agnese in Agone de Borromini. Pero lo que muchos visitantes no saben es que antaño la plaza palpitaba de agua y alegría, un ejemplo temprano de planificación urbana adaptada a los extremos climáticos.

Centrado en el ser humano
El gesto del Papa Inocencio X fue, más que una diversión pública, un temprano acto de empatía medioambiental y cívica, destinado a aliviar el malestar del pueblo romano. Su decisión reconocía lo que tantos están redescubriendo hoy: que las ciudades deben cuidar de sus habitantes, especialmente de los más vulnerables, en épocas de estrés medioambiental.
A mediados del siglo XIX, el temor a las enfermedades provocó el fin gradual de la tradición. Irónicamente, expertos médicos como el propio doctor del Papa habían insistido antes en que, con un saneamiento adecuado, las inundaciones no suponían ningún peligro. Sin embargo, en 1870, la plaza se volvió a pavimentar con una ligera pendiente convexa, lo que imposibilitó futuras inundaciones.
La plaza inundada de Inocencio X puede parecer una reliquia de otra época, pero su lección perdura. Ahora que las ciudades europeas se enfrentan de nuevo al desafío del calor extremo, se nos recuerda que las soluciones -tecnológicas o culturales- deben centrarse en el ser humano.
El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que "Dios confió la tierra y sus recursos a la custodia común de los hombres" (2402). Quizá las aguas de la Piazza Navona nos recuerden que la administración a veces fluye por los canales más pequeños e inesperados.


