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‘En islas extremas’: de la devastación a la esperanza

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José Ángel Barrueco - publicado el 26/06/25
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Saoirse Ronan protagoniza una película sobre superar el alcoholismo

Años atrás tradujeron al castellano las célebres y dolorosas memorias de Amy Liptrot: En islas extremas, cuyo título original es The Outrun. En sus páginas la autora confesaba el calvario que atravesó desde su temporada de adicciones y autodestrucción en Londres hasta su refugio en las Islas Orcadas, situadas el norte de Escocia, sin olvidar su paso por Alcohólicos Anónimos y las relaciones que fue destrozando en ese camino de espinas. Este material tan potente ha llegado por fin al cine, y de ello se encarga la cineasta alemana Nora Fingscheidt en la que es su tercera película. 

Rona (Saoirse Ronan, en una de sus mejores interpretaciones hasta la fecha) es una mujer de unos 29 años que aún trata de encontrar su meta en la vida. El alcoholismo supone su gran problema para lograr un sentido, una estabilidad: destruye sus relaciones, a veces la enemista con su madre, la conduce por caminos nocturnos que desembocan en caídas, fiestas salvajes, ataques de hombres violentos e ingresos en el hospital. El joven con el que trata de mantener una relación la abandona porque no puede continuar con esa conducta, que les depara peligros e incertidumbres. Poco a poco Rona logra entrar en Alcohólicos Anónimos y adaptarse. 

Superada esa etapa, decide refugiarse en unas islas escocesas en las que pueda mantener una vida alejada de urbes, fiestas y excesos: es el territorio donde se crió y que aún habitan sus padres. Al principio vive con su madre. Más tarde acepta un trabajo en la Sociedad Real para la Protección de las Aves, se muda a vivir a una casa de campo en la Isla de Papay y, entonces, aboga por la soledad, por la búsqueda de huellas de codornices en su nuevo oficio, por analizarse a sí misma para conseguir la estabilidad. A partir de ahí entra, por así decirlo, en comunión con la naturaleza.

Orígenes: padre bipolar y madre católica

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Un aspecto muy sugerente de la película lo constituye su montaje: está contada alternando los diversos tiempos de la vida de Rona, colocando escenas en paralelo en las que la vemos caminando por la playa o bañándose y luego retrocedemos a ese tiempo en el que, borracha perdida, la echaban de los pubs. Se introducen también secuencias en las que nos relatan algunos pormenores de su infancia. 

Puede que el espectador se extravíe en algunos momentos por esos cambios temporales tan frecuentes. Para ayudarnos a enfocarlo y situarnos en cada lapso de tiempo debemos fijarnos en el color del pelo de Rona. Se lo veremos de diversos tonos: rubio, azul y naranja, y a veces solo tintadas de azul las puntas del cabello. La directora ha comentado en las entrevistas que esos colores suelen ser simbólicos y van asociados tanto a paisajes (Londres, las islas…) como a estados de ánimo. A los espectadores nos sirven, sobre todo, para no confundirnos con los flashbacks. 

En la formación de Rona resulta imprescindible el análisis de sus progenitores. Porque en ellos a menudo encontramos las respuestas. Andrew (Stephen Dillane), el padre, padece un trastorno bipolar. Es un hombre dividido entre los ataques de furia y de descontrol y las reclusiones temporales en los psiquiátricos, aunque también hubo (y las hay cuando ella regresa a las Orcadas) rachas de sosiego, de tranquilidad. Rona nunca ha dejado de quererle, pero tal vez el alcohol fuese su refugio para borrar aquellas vivencias de antaño, también para soportar la ansiedad y las situaciones de estrés. La chica admite, en una ocasión, que no logra ser feliz estando sobria.   

Annie (Saskia Reeves), la madre, agotada por el sufrimiento de Andrew y los problemas asociados al trastorno, se refugió en el catolicismo, lo que sin duda formaría parte de la educación de Rona. En una escena le dice a su hija que, tras esos malos momentos relacionados con la bipolaridad, “encontré a Dios, o más bien Dios me encontró a mí”. El catolicismo la salvó. Y por eso en casa de Annie hay una presencia continua de la fe y de lo religioso: la iconografía de las paredes, la plegaria antes de cenar y de comer, el club de lectoras de La Biblia que van de vez en cuando a su casa, la frase “Rezaré por ti” cada vez que ve a su hija envuelta en dificultades… 

En otra escena, harta de no salir del agujero del alcohol y de la infelicidad, Rona revela a su madre que rezar no le ha servido de nada, pues no consigue dejarlo ni pasar página. Entonces no se da cuenta de que, en el proceso de autorrecuperación, no hay milagros: lo que se necesita es fe y fuerza de voluntad; uno tiene que ayudarse a sí mismo. No hay otra opción.

Además del trabajo admirable de Saoirse Ronan, en una interpretación que alcanza múltiples matices, otro de los aciertos de la directora es su apuesta por un tono a menudo sereno, casi onírico en algunos tramos. Aunque hay escenas crudas del pasado de la chica, la cineasta no carga las tintas ni se regodea en la sordidez. Por eso los mejores instantes son aquellos en los que Rona, que a menudo está sola, se descubre a sí misma en las islas y encuentra en su interior la fuerza precisa para recuperarse: sus paseos, sus baños en aguas heladas, sus observaciones de la naturaleza (algas, olas, aves, focas, leyendas). Lo que en realidad busca es su redención, como hija y como persona: salir de ese pozo para ser alguien que pueda hacer algo por el mundo. 

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