Conocemos el tratamiento que debemos dar a la materia prima para conservar sus propiedades y aprovechar al máximo sus vitaminas y nutrientes. Y, desde hace poco, hemos aprendido también cómo nuestro apetito responde según nuestros hábitos alimenticios.
Si, en un momento de hambre, saciamos ese hueco con un trozo de pan o unas galletas —es decir, con hidratos de carbono hiper procesados—, pronto experimentaremos un pico de glucosa seguido de una bajada rápida: hipoglucemia.
Antojos y saciedad

En muy poco tiempo, volveremos a tener unas ganas enormes de comer algo más. Sin embargo, si en ese momento elegimos una fuente de proteínas, como puede ser una lata de atún, no notaremos ese pico brusco ni ese deseo incontrolado de repetir. Estaremos saciados durante más tiempo, de forma más estable y saludable.
Adquirir estos conocimientos nos ayuda a encontrar soluciones de fondo y no solo parches. Esos parches que a veces, como dice el refrán, "son peor el remedio que la enfermedad".
Los estragos del estrés
Y lo mismo ocurre con los bajones del alma.Cuando atravesamos momentos de estrés, tristeza por una pérdida, desencanto o humillación, también podemos caer en la tentación de recurrir a los “hidratos hiper procesados del alma”: una compra impulsiva, una escapada rápida, el maratón de una serie, el extra de helado.
Esas soluciones aparentes que, tras un breve subidón, nos dejan más vacíos que al principio. Es pintar sobre papel mojado: no arregla, no ayuda, no consuela. Rompe más. Cansa más. Y soluciona menos.
Entonces, ¿cuál es nuestra lata de atún para esos momentos bajos?¿Qué es lo que realmente consuela, sacia y ayuda cuando el alma se nos cae a los pies?

Viajar a los suburbios del corazón.
Porque en la superficie nunca se llenan esos vacíos. Solo al sumergirnos en los rincones más silenciosos del alma descubrimos que no estamos solos. Que hay un compañero fiel, infatigable, que nos espera con ternura y urgencia.
Un Padre que desea darnos consuelo, sabiduría, discernimiento y magnanimidad. Que quiere hablarnos. Que nos busca. Y que nos espera.
Ese viaje interior, que algunos llaman oración, es el alimento verdadero. No garantiza un pico de glucemia espiritual, pero sí una plenitud serena, una paz que no se tambalea, un rumbo renovado.
Basta hacerlo una sola vez para que el alma lo recuerde. Porque nuestra memoria no olvida que la compra de unos zapatos no calma el hambre del alma. Que la escapada rápida no llena el vacío de una herida profunda. Que nada sustituye al amor verdadero.
Y ese amor solo puede venir de un Padre que nos conoce por dentro. Que sabe que no flotaremos en la superficie, porque estamos hechos para lo profundo. Para sumergirnos. Para encontrarnos con Él.

Alimentación y el alma
Así como en la alimentación corporal aprendemos a sustituir los hidratos vacíos por proteínas que nutren de verdad, también en la vida interior podemos aprender a dejar los sucedáneos y abrazar lo que realmente consuela.
A cambiar los carbohidratos procesados del alma por esas “latas de atún” que sí sacian: el silencio, la oración, el amor recibido y entregado.
Porque el alma, como el cuerpo, tiene hambre. Pero no de cualquier cosa. Tiene hambre de lo eterno. Y lo eterno no se compra ni se improvisa: se descubre cuando bajamos a los suburbios del corazón.

