Esperar contra toda esperanza: un acto audaz, casi sin sentido, en un mundo que parece haber olvidado el significado mismo de la palabra. Atrapados en el tumulto de la vida cotidiana, resulta difícil frenar, mirar hacia arriba, recordar que la esperanza aún es posible.
Como escribió Bernanos, "la esperanza es un riesgo que asumimos". No se basa en garantías, sino que forma parte de un proceso de fe. Atreverse a esperar es consentir una apertura interior, creer a pesar de todo. "Es la virtud probada la que produce esperanza" (Rom 5, 4).
La clave para la esperanza es la oración
Pero, ¿cómo podemos hacer un lugar real para la esperanza en el corazón de cada día? ¿Cómo permitir que arraigue en medio de la rutina, las pruebas y el silencio? En su encíclica Spe Salvi, publicada en 2007, Benedicto XVI ofrece varias claves. Una de ellas es particularmente sencilla y accesible: la oración.
La oración es un primer paso esencial para aprender a tener esperanza. Si ya nadie me escucha, Dios me sigue escuchando. Si ya no puedo hablar con nadie, si ya no puedo llamar a nadie, aún puedo hablar con Dios. Si ya no queda nadie para ayudarme - cuando hay una necesidad o una expectativa que va más allá de la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme. Si me veo relegado a la soledad extrema… los que rezan nunca están totalmente solos.
Un ejemplo vivo de esperanza
Esta profunda certeza se encarna de manera sorprendente en el testimonio del cardenal Nguyen Van Thuan, a quien Benedicto XVI cita como ejemplo de esperanza luminosa en el corazón de la noche:
"De sus trece años de prisión, nueve de los cuales los pasó en régimen de aislamiento, el inolvidable cardenal Nguyên Van Thuan nos ha dejado un librito precioso: Oraciones de esperanza. Durante trece años de cárcel, en una situación de aparente desesperación total, escuchar a Dios, poder hablarle, se convirtió para él en una fuerza creciente de esperanza que, tras su liberación, le permitió convertirse para los pueblos del mundo entero en un testigo de la esperanza, la gran esperanza que no pasa, ni siquiera en las noches de soledad".
Tener una esperanza firme sin Dios sigue siendo ilusorio. En un momento u otro, el alma humana tropieza con sus propios límites. Para mantenerse viva, la esperanza necesita una fuente más grande que ella misma. Está anclada en el amor que recibimos, en nuestra confianza en una presencia que va más allá de lo imaginable.
Todo ser humano tiene esta profunda necesidad: ser amado incondicionalmente, ser mirado con misericordia, creer que nuestra vida tiene sentido, incluso en el secreto, incluso en la prueba. Bajo esta luz, la esperanza no es ingenuidad, sino valentía.
Se convierte en un camino. Un camino de abandono, de confianza, de fidelidad a una promesa que, aunque a menudo invisible, nunca defrauda. Una promesa llevada por Aquel que nunca deja de llamar a cada persona por su nombre.


