Hubo un tiempo en el que pedirnos poner la mesa nos parecía una gran injusticia. Justo cuando nos estábamos acomodando para ver nuestra serie de televisión favorita o salir a correr con los amigos, llegaba la llamada de siempre: «¿Puedes poner la mesa, por favor?». Y con todos los suspiros y las miradas dramáticas que podíamos reunir, arrastrábamos los pies hasta la cocina, colocábamos los platos con estrépito y esperábamos que le pidieran a otra persona que recogiera después.
Sin embargo, al crecer, ocurre algo curioso. Esa tarea que antes nos resultaba tediosa adquiere un nuevo significado. El simple ritual de colocar los cuchillos y tenedores, alisar las servilletas, poner los platos en la mesa… se convierte en un tranquilo punto de referencia en el ritmo del día. Descubrimos que poner la mesa no tiene tanto que ver con los platos como con preparar un lugar para la comunión, no solo en el sentido eucarístico, sino en el sentido profundamente humano de reunirse, compartir y estar juntos.
En un mundo que a menudo se siente apresurado y fragmentado, estos pequeños rituales domésticos se convierten en actos de intencionalidad. Una mesa puesta es una invitación a hacer una pausa, a conectar, a estar presente. Incluso en los días más ajetreados, nos devuelve a algo fundamental y bueno.
Por eso vale la pena animar a nuestros hijos a ayudar, incluso cuando protestan. Las tareas domésticas, especialmente las relacionadas con el cuidado y la comunidad, enseñan responsabilidad, sí, pero también fomentan el sentido de pertenencia. Es posible que los niños no vean el valor de inmediato, pero con el tiempo, la repetición se convierte en rutina, y la rutina se instala silenciosamente en la memoria y esa pequeña acción se vuelve la cercanía del hogar.
Estos momentos, por simples que parezcan, moldean el alma. En el Evangelio, Cristo se revela a menudo en la mesa. Comidas compartidas, momentos de reflexión, de compartir a corazón abierto en intimidad. Al poner la mesa, hacemos algo más que preparar la comida: preparamos el encuentro con lo más preciado que tenemos...la familia.
Así que la próxima vez que tu hijo suspire ante la petición, no te desanimes. No solo le estás enseñando modales, sino que le estás transmitiendo una silenciosa tradición de amor.

