Algo está cambiando para bien en el ámbito educativo. Poco a poco, va calando la idea de que los niños crecen más sanos y seguros cuando se les permite desarrollar aquellas actividades en las que muestran sus talentos naturales. Esto no solo mejora sus habilidades, sino también su autoestima.
A nadie se le escapa que, si un niño nunca encesta, el baloncesto puede ser para él una fuente de frustración o incluso de lesiones, pero difícilmente será un espacio donde experimentar logros, superación o satisfacción personal.
En cambio, cuando se dedica a lo que se le da bien, mejora, avanza y se esfuerza con alegría. Es ahí donde aparece la motivación verdadera: la que nace del reconocimiento del bien hecho, del gusto por aprender, del deseo de crecer.
La elección de carrera profesional por afinidad
Este principio, aceptado por todos en el terreno pedagógico, se vuelve paradójicamente polémico cuando lo aplicamos a la diferencia entre hombres y mujeres. Se alzan voces de escándalo cuando se constata que, en las universidades, hay muy pocas mujeres en carreras de ingeniería y muchas en las ramas sanitarias o educativas.
Y no faltan quienes atribuyen esta elección libre al peso del “patriarcado”. Como si, al tomar decisiones según nuestras inclinaciones y capacidades, estuviéramos traicionando una supuesta causa común, y no ejerciendo nuestra libertad personal.
La realidad, sin embargo, es bastante más sencilla y, al mismo tiempo, profunda. Cuando se elimina el condicionamiento social, cuando el acceso a todas las carreras es posible para todos, lo que realmente determina la elección es la afinidad con el tipo de inteligencia que cada disciplina requiere.
Y lo cierto es que muchas mujeres se sienten naturalmente atraídas por entornos que valoran la empatía, la comunicación, la inteligencia emocional y el cuidado de los demás. Esa afinidad no es un constructo cultural: es un dato antropológico.

El apagón antropológico
Esta semana escuché un término que me pareció especialmente acertado y esclarecedor: apagón antropológico. Lo emplea la autora Montserrat Gras para describir el empeño actual de muchas corrientes ideológicas en negar lo obvio: que hombres y mujeres somos distintos, y que esas diferencias no solo no nos limitan, sino que nos enriquecen como humanidad.
Este apagón consiste en intentar borrar la huella de nuestra naturaleza, como si reconocer nuestras inclinaciones innatas fuese una amenaza en lugar de un tesoro.
Pero ¿por qué debería ser motivo de alarma que muchas mujeres quieran dedicarse a profesiones que implican entrega, acompañamiento, detalle y cuidado? ¿Por qué nos molesta tanto que haya más enfermeras que ingenieras, o más maestras que programadoras?
¿Y por qué nos negamos a aceptar que ser ama de casa —cuya dedicación implica una combinación sublime de ternura, fortaleza, atención y constancia— pueda ser una vocación legítima y fecunda?
la verdadera igualdad
La verdadera igualdad no consiste en uniformar los talentos ni en obligarnos a seguir caminos ajenos, sino en garantizar que todos podamos desarrollar lo mejor de nosotros mismos sin imposiciones ni prejuicios. La cultura que lo entienda será más justa y, sobre todo, más feliz.
Negar las diferencias no nos hace más iguales, sino más ciegos. Reconocerlas, en cambio, nos permite brillar cada uno desde lo que somos, desde lo que nos ha sido dado. Porque es en esa verdad sobre nosotros mismos donde encontramos sentido, misión y plenitud.

