Las imágenes de la Misa de apertura del pontificado de León XIV dieron la vuelta al mundo, en particular la secuencia durante la cual recibió el anillo del pescador de la mano del cardenal Tagle, conocido también por su emotividad. Contemplando este anillo que representa su misión como sucesor de Pedro, que fue "pescador de hombres", el nuevo Papa, cuyos ojos se humedecieron de repente, pareció impactado por este símbolo que le vincula a dos milenios de historia.
Hombre de carácter reservado, racional y metódico -su lado "profesor de matemáticas", como comentó un obispo francés que le conoce bien y que recibió la misma formación científica-, el pontífice americano-peruano está, sin embargo, lejos de ser un hombre frío y desprovisto de sensibilidad. Cuando hizo su primera aparición en la logia de la basílica de San Pedro, el mundo vio el rostro del nuevo Papa, atenazado por algunas sonrisas nerviosas, como si contuviera las lágrimas ante el peso de la misión que le había correspondido y el vértigo muy real que podía sentir ante la plaza de San Pedro, llena de una multitud que gritaba su nombre: "¡Leone! ¡Leone!"

Un discípulo de san Agustín, "doctor de lágrimas"
Pocos segundos después, al tomar la palabra por primera vez, el nuevo Papa se presenta como "un hijo de san Agustín", en referencia a la congregación de la que procede y de la que fue prior general durante 12 años. Es tanto por su emotividad como por su erudición por lo que León XIV asume la filiación de este Padre de la Iglesia que fue obispo de Hipona, la actual Annaba en Argelia, del 395 al 430.
En efecto, a san Agustín se le llama a veces el "doctor de las lágrimas", tema que impregna toda su espiritualidad. "Tan pronto como mi profunda meditación había sacado toda mi miseria de las profundidades de sus retiros, y la había amontonado bajo la mirada de mi corazón, se levantó una gran tormenta, cargada de una gran lluvia de lágrimas", escribió en el relato de su conversión.
En sus Confesiones, san Agustín explica que su movimiento hacia la fe cristiana estuvo directamente vinculado a las lágrimas de su madre, santa Mónica, que durante varios años rezó con lágrimas para que su hijo se convirtiera. "Sus lágrimas fluían con más abundancia que las lágrimas derramadas por las madres sobre el cuerpo de un difunto. Porque ella veía que yo estaba muerto", escribió.
Y en su viaje intelectual y espiritual, Agustín vio las lágrimas como una línea divisoria entre el cristianismo y la filosofía pagana. El pensamiento de Platón, aunque estimulante para el intelecto, echaba de menos la sensibilidad y la inteligencia del corazón: "Estas páginas no contienen el rostro de esa piedad, las lágrimas de la confesión, 'el alma aplastada por el dolor, el corazón contrito y humillado'", escribió san Agustín, citando el Salmo 50.
Continuidad con Francisco
Este linaje agustiniano abre el camino a un pontificado que deja espacio a las emociones, lo que representa un eje de continuidad entre León XIV y Francisco. La "gracia de las lágrimas" fue un tema abordado a menudo por el Papa Francisco durante sus homilías, inspirándose en la tradición jesuita: durante la primera semana de los Ejercicios Espirituales, san Ignacio de Loyola invitaba a los ejercitantes a "llorar abundantemente sus pecados".
Sabemos que Pablo VI lloró de tristeza ante la crisis vivida por la Iglesia tras el Concilio, y que Juan Pablo II lloró de emoción durante algunos viajes, especialmente a su Polonia natal. Las lágrimas de Francisco y de León XIV se unen para trazar el camino de un papado a escala humana, captando los movimientos del alma como espacio de encuentro con Dios. Hombre a la vez atlético e intelectual, cuyo carisma el mundo fue descubriendo poco a poco, León XIV concilió "cabeza y piernas", pero a través de sus lágrimas también dio cabida a un magisterio del corazón.


