A veces, tan pronto como cerramos los ojos y nos disponemos a hacer oración, decimos “Señor” y nos quedamos sin palabras, sin pensamientos o deseos de continuar; otras veces, el solo acto de disponerse a orar se percibe como un reto. Aunque las dificultades en la oración son varias, una de las más comunes tiene que ver con la “sequedad”.
El Catecismo reconoce que en la sequedad, “el corazón está desprendido, sin gusto por los pensamientos, recuerdos y sentimientos, incluso espirituales”. Y aunque en estos periodos de tiempo no lo sentimos así, el catecismo nos asegura que:
“Es el momento en que la fe es más pura, la fe que se mantiene firme junto a Jesús en su agonía y en el sepulcro” (CEC 2731)
El mayor aliento que tenemos como católicos para superar estos momentos de prueba y dejar que nuestra fe se acreciente es que ¡no estamos solos! Los santos, que nos preceden en el camino de la fe, experimentaron las mismas batallas que nosotros; incluso los grandes santos de la historia, como santa Teresita del Niño Jesús, Doctora de la Iglesia.
La oración, un impulso del corazón

En Historia de un alma, Teresita narra que la oración es “un impulso del corazón” que “nos une a Jesús”:
“Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría. En una palabra, es algo [25vº] grande, algo sobrenatural que me dilata el alma y me une a Jesús”.

Orar cuando el espíritu está seco
Más adelante, admite que en ocasiones le es especialmente difícil dirigir así sea un solo pensamiento a Jesús. No obstante, movida por el amor, encuentra una forma de permanecer unida y continuar alimentando su alma.
“A veces, cuando mi espíritu está tan seco que me es imposible sacar un solo pensamiento para unirme a Dios, rezo muy despacio un ‘Padrenuestro’, y luego la salutación angélica. Entonces, esas oraciones me encantan y alimentan mi alma mucho más que si las rezase precipitadamente un centenar de veces…”
Manuscrito C, capítulo 11
La santa de la sencillez y la confianza no necesitó elaboradas oraciones o fórmulas poéticas; pero tampoco se rindió y pereció ante la prueba. Cuando no encontró palabras en su alma, recurrió a la oración más perfecta: la que el mismo Jesús nos enseñó para dirigirnos al Padre.
Pero sobre todo, Teresa de Lisieux nunca dudó de que su oración -por complicada que ésta fuera- era escuchada y atendida por el buen Dios. Pues, como ella misma escribió, al orar “hacía como los niños que no saben leer: le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y Él siempre me atiende”.


