Vivimos en una sociedad que nos empuja a la insatisfacción. La publicidad nos entrena para desear lo que no tenemos. Las redes sociales nos seducen a compararnos con lo que aparentan tener los demás. Y nuestros pensamientos, sin pedir permiso dejando a un lado ser una persona agradecida, nos arrastran hacia las carencias, hacia lo que aún no hemos logrado, hacia lo que falta. Sin darnos cuenta, se va instalando un hábito corrosivo: el de vivir desde la carencia, olvidando dar las gracias.
Aprendemos desde niños a ver lo que nos falta: los juguetes no obtenidos, los sueños aplazados, los abrazos que se esfumaron. La carencia, sin embargo, es un idioma fácil de adquirirlo. Dominarlo no requiere más que una mirada sesgada hacia el vacío. La gratitud, en cambio, es la lengua materna de los místicos.
El camino de la gratitud
Y no me refiero a esa gratitud superficial que se dice por cortesía, sino a una disciplina profunda y exigente. Sí, disciplina. Porque ser una persona agradecida no es un estado emocional pasajero, ni una frase bonita que se repite cuando todo va bien. Es un entrenamiento del alma. Una decisión que se renueva cada día, a veces a cada instante.
El agradecimiento auténtico se cultiva
Es un músculo espiritual que se fortalece con la práctica constante de poner atención en lo que sí hay, en lo que se nos ha dado sin merecerlo, en lo que hemos logrado con esfuerzo, en lo que otros han hecho por nosotros sin obligación.

Comienza en los mínimos detalles
Desde un abrazo, hasta la salud y el agua que cae en la regadera. Cada uno de esos regalos se vuelven una bendición. Y en esa acumulación de bendiciones, empieza a cambiar la manera en que vemos la vida.
No es que desaparezcan los problemas. Es que el alma se educa para no hacerlos el centro de todo. Y entonces, por fin, se empieza a vivir desde la abundancia, aunque no se tenga todo. Desde la plenitud, aunque algo duela. Desde la alegría, aunque el mundo no sea perfecto.
Cada "gracias" es un ladrillo en el puente que une el caos con la paz.
La gratitud es también un acto de justicia

Porque vivir siempre enfocados en lo que falta, es una forma de deslealtad con lo que la vida ya nos dio. Como si fuera poco. Como si lo recibido no bastara. Insatisfechos al fin. Como si el esfuerzo de otros no contara.
Agradecer es honrar. Es darle nombre y presencia a lo que ya está. Es no despreciar el milagro de estar vivos. Y cuando uno se vuelve agradecido, algo se desbloquea.
Surge una energía serena y poderosa. Aparece la paz, no como premio, sino como consecuencia.
Porque el corazón agradecido se convierte en morada de la alegria. Y la queja, la envidia, la ansiedad por más que estén, se marchan como los buitres que ya no encuentran carroña.
La práctica es esto: regar a las semillas de lo ordinario hasta que florezcan Y se hagan extraordinarias. Cuando reina el ruido de lo que falta, ser agradecido es un acto de rebeldía.
Una revolución interior
Una forma de orar sin palabras. El alma humana tiende a olvidar. A acostumbrarse. A dar por hecho lo que tiene. Por eso, esta disciplina exige intención, vigilancia y constancia.
Como quien entrena una danza o medita al amanecer. Hay que detenerse cada día y tomar nota de lo que fue bueno. Hay que decir gracias, aunque sea por dentro. Hay que dejar de esperar para reconocer.
Y agradecer incluso cuando algo se rompe, porque quizá ahí se está abriendo un camino nuevo.
Nadie ve el bien que tiene, hasta que lo ve perdido.
Vivimos en una época obsesionada con el "todavía no es suficiente". Queremos más logros, más reconocimientos, más certezas, más cosas. Ser agradecido es ser consciente.

