Es una imagen divertida: San Pedro a las puertas del cielo, haciendo sonar un juego de llaves, una marcada "Puerta Principal", la otra "Puerta Trasera". Es divertida, pero, como suele ocurrir con los símbolos cristianos perdurables, la verdad es más rica y mucho más seria.
El origen de las llaves
Las raíces de las dos llaves se remontan al Evangelio de Mateo, donde Jesús dice a Pedro:
"Te daré las llaves del reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos" (Mt 16, 19).
Este momento, breve pero atronador, confió a Pedro una doble autoridad que daría forma a la Iglesia para siempre.
Las dos llaves -tradicionalmente una de oro y otra de plata- representan dos reinos. La llave de oro simboliza la autoridad celestial: el permiso divino para perdonar, para enseñar, para "abrir" la gracia misma, si se quiere.
La llave de plata señala la autoridad terrenal: el gobierno práctico de una Iglesia muy humana, llena de la habitual mezcolanza de desorden y esplendor de las almas humanas que se esfuerzan por llegar a Dios.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa sucintamente:
"El poder de las llaves designa la autoridad para gobernar la casa de Dios, que es la Iglesia" (CEC 553).


Las llaves de san Pedro
A lo largo de los siglos, tanto artistas como teólogos se han inclinado por el simbolismo. Casi nunca se representa a Pedro sin estas llaves. En el escudo del Vaticano, están atadas con un cordón rojo, formando una ordenada teología visual: la unidad del cielo y la tierra, en tensión y confianza.
Es importante señalar que las llaves no se entregaron como trofeo a las virtudes de Pedro. La Escritura es sincera sobre sus defectos: la impetuosidad, los fracasos, el famoso y desastroso intento de caminar sobre el agua.
Las llaves de Pedro no son recompensas a la excelencia, sino instrumentos de servicio confiados a alguien que conocía el coste de la caída y la misericordia de ser levantado de nuevo.
Este es el corazón de la imagen: no burocracia, sino misericordia; no vigilancia, sino invitación.
La tarea de la Iglesia, simbolizada en esas dos simples llaves, es abrir en lugar de cerrar, perdonar en lugar de condenar.
¿Y qué hay de esa persistente imagen mental de Pedro manejando dos puertas? Tal vez sobreviva porque capta algo verdadero, a su manera: que el viaje al cielo no es una línea recta, que las entradas y salidas de la vida son a menudo menos ordenadas de lo que nos gustaría.
La puerta de atrás
De hecho, muchos de los santos que hoy honramos bien podrían haber entrado por la llamada "puerta de atrás": vidas marcadas primero por el caos, el pecado o el escándalo antes de que interviniera la gracia. Pensemos en San Agustín, que rezaba por la castidad… pero todavía no.
O Santa María de Egipto, una ermitaña del desierto que comenzó su camino como trabajadora sexual en Alejandría. O el alegre San Dimas, el Buen Ladrón, "canonizado" por el propio Cristo con las palabras: "Hoy estarás conmigo en el paraíso".
Incluso San Pablo, antaño perseguidor, fue derribado de su certeza y convertido en testigo.
Son la prueba de que la puerta no se abre de par en par para el que ya es perfecto, sino para el que está dispuesto. Resulta que la santidad tiene muchos puntos de partida.
La próxima vez que veamos las llaves de Pedro en un mosaico antiguo o en la talla de una catedral, merece la pena detenerse a apreciar la silenciosa genialidad del símbolo.
No nos recuerdan quién está encerrado fuera, sino cómo la gracia nos encierra dentro, con firmeza, seguridad y con una llave girada por la misericordia, no por el mérito.


