Aunque ustedes, como padres, sigan siendo ejemplares en materia de malas palabras (lo que no siempre es fácil), inevitablemente llega el día en que tu hijo trae del colegio insultos que a veces ni siquiera sabían que existían, según el nivel de grosería…
Hasta entonces, no te preocupes: «¡Aprender palabrotas en el patio es normal!», explica a Aleteia Laure Dezert, psicóloga clínica de la región parisina especializada en crianza, quien también es madre. «Decir groserías en el colegio es una forma de integrarse en el grupo.
Quien no habla mal es considerado un santo. Los padres deben tenerlo en cuenta: un niño, y mucho menos un adolescente, no desea el ostracismo». Dicho esto, si es habitual y previsible que un niño aprenda y repita palabrotas, es responsabilidad de los padres regularlas, e incluso castigarlas, de acuerdo con su autoridad.
Prohibir las palabrotas: mucho más que una cuestión de cortesía

Decir o no decir palabrotas no es sólo una cuestión de educación. Por supuesto, se puede decir que un niño que se expresa correctamente es educado y tiene buenos modales, pero esta atención al vocabulario va mucho más allá. Interviene en la construcción social del niño y de su lugar en la línea de las generaciones.
Construcción social en la medida en que, desde muy pequeños, los niños viven en grupo, ante todo en el seno de sus familias, primer lugar donde aprenden a respetar a los demás. No insultar a su hermano o hermana es el primer paso hacia el respeto de la dignidad del prójimo.
Al reaccionar ante las palabrotas, también se pretende ayudar a los niños a comprender la diferencia entre generaciones: «No puedes decir lo mismo a tus amigos del colegio, a tus hermanos y a tus padres», subraya Laure Dezert. Mientras que un padre puede reprender a un niño que insulta a su hermano diciéndole simplemente 'hay otras maneras de hablar a tu hermano', es necesaria una reacción enérgica si un niño insulta a su padre o a su madre».
Es una forma de afirmar el lugar y la autoridad del padre o de la madre como progenitores, no según una lógica autoritaria o patriarcal, sino con vistas tanto al bien del niño como al bien común.

Hacia el bien común
Grandes palabras y bien común. ¿Qué tienen que ver estos dos conceptos? Para Laure Dezert, sí. No aceptar palabrotas de su hijo es una forma de servir al bien común. El bien común es, de hecho, la búsqueda del bien del grupo en su conjunto, así como el de los individuos.
Al castigar, o al menos reaccionar ante las groserías de tu hijo, no sólo le ayudas a madurar, sino que también defiendes la posición del adulto y la autoridad que se le ha conferido. «Estás ayudando a tu hijo a crecer, y a través de la frustración superará la etapa impulsiva para pasar a un nuevo nivel más constructivo, al tiempo que le devuelves la noción de respeto y autoridad adecuada que tanto falta hoy en día», explica la psicóloga.
Por noción de autoridad justa entiende la definida por Fabrice Hadjadj, la que restituye al padre su papel de padre por el mero hecho de ser padre (y no experto). Para el filósofo, el vínculo educativo se basa en una «autoridad sin competencia», a pesar de sus defectos y debilidades. «La autoridad sin competencia tiene un valor en sí misma, e incluso un valor inestimable», explicó Fabrice Hadjadj en el Grenelle de la Famille.
«Por una parte, el padre demuestra que no es el Padre, que él mismo es hijo, y por tanto que debe recurrir con su hijo a una autoridad superior a la suya. Por otra parte, puesto que su autoridad no procede de la competencia, sino de un don, el padre no puede hacer del hijo su criatura, e intentar valorarlo en su propia escala: debe acogerlo como un misterio. Y ésa es la autoridad más profunda».


