Desde el martes por la mañana, al día siguiente de la muerte del Papa Francisco, los alrededores de la Plaza de San Pedro se han convertido en una zona de riesgo… para los cardenales. Los hombres de rojo están sufriendo las consecuencias de un cierto desequilibrio. Según el último recuento oficial, realizado el jueves, solo 113 de los 252 cardenales teóricamente invitados a las congregaciones se han reunido en el Vaticano. Aún se espera la asistencia de muchos, sobre todo entre los cardenales electores (menores de 80 años), aunque las reuniones ya han comenzado.
Frente a ellos, un ejército de periodistas: más de 4 mil han solicitado acreditación a la Oficina de Prensa de la Santa Sede. La proporción actual es, pues, en teoría, de 35 periodistas por cardenal. Y todos quieren echarle el guante a uno de ellos, ya que uno de estos hombres es -probablemente- el sucesor de Francisco.
Lo que las cifras sugieren, la realidad lo confirma: hacia las 9 de la mañana, los cardenales que no tienen la suerte de permanecer en el interior del Vaticano son emboscados frente a la entrada de la Sala Pablo VI. Allí les esperaba una jauría de fotógrafos, cámaras y grabadoras. Entre la multitud, la prensa localiza las gorras rojas. A partir de ese momento, resulta casi imposible escapar al bombardeo de preguntas, con la esperanza de averiguar algo sobre las famosas Congregaciones Generales, o de espigar alguna pista sobre el perfil que se espera del próximo Papa.

El problema es que, cuando los cardenales participan en estas reuniones a puerta cerrada, prestan juramento de confidencialidad. Se comprometen a mantener en secreto los intercambios que mantienen entre ellos. Algunos hacen frente a la multitud lo mejor que pueden, a veces incluso con un toque de buen humor, respondiendo a las preguntas -con cautela- antes de cruzar la frontera vaticana. Otros esquivan la emboscada con picardía, eludiendo la plaza de San Pedro o subiéndose a un coche. Algunos, como el Patriarca latino de Jerusalén, el cardenal Pierbattista Pizzaballa, intentaron escabullirse de la red mediática sin decir una palabra.
Otro cardenal, visiblemente asustado, buscó refugio bajo la columnata de Bernini, pero se encontró atrapado entre dos barreras, mientras un periodista hispanohablante, micrófono en mano, le bombardeaba a preguntas. Finalmente fue rescatado por un gendarme papal que le puso a salvo. Y el asalto continúa, incluso a distancia: llueven mensajes y correos electrónicos en los teléfonos de los cardenales. Hace unos años, un pizzaiolo del norte de Roma confió que era "muy importante conocer a un cardenal" en esta ciudad. Más que nunca, los periodistas implicados en el cónclave parecen haber adoptado la máxima: en Roma, haz como los romanos.


