Un acontecimiento impactante para todo ser humano es la muerte de un ser querido, inevitable, es verdad, pero que cuesta aceptar por el dolor que causa la pérdida. Por eso, la costumbre de velar a nuestros difuntos ha perdurado a lo largo de los años.
Velar para asegurarse de la muerte
Se cree que en la Edad Media el uso de utensilios de cocina hechos de estaño podía producir un envenenamiento de los alimentos que derivaba en catalepsia, por lo que sucedía con cierta frecuencia que enterraban vivas a las personas. Por eso comenzó la costumbre de acostar al difunto sobre la mesa y esperar tres días para comprobar la muerte.
Lo cierto es que el Catecismo de la Iglesia católica menciona:
"El Ordo exequiarum o Ritual de los funerales de la liturgia romana propone tres tipos de celebración de las exequias, correspondientes a tres lugares de su desarrollo (la casa, la iglesia, el cementerio), y según la importancia que les presten la familia, las costumbres locales, la cultura y la piedad popular".
Hacemos hincapié a la última parte: costumbres locales, cultura y piedad popular. En países de América Latina es común velar al difunto desde que llega a su casa o funeraria y toda la noche, para que al día siguiente se le lleve a la Misa de cuerpo presente y pueda ser sepultado.
En algunas ocasiones, la familia decide esperar hasta dos noches cuando tiene familiares en lugares lejanos, dando oportunidad a que lleguen para despedirse de su ser querido,
Sin embargo, lo fundamental tiene que ver con el amor y el respeto que se le debe al cadáver, simplemente porque fue una persona, y en el caso de los bautizados, templo del Espíritu Santo.
Por eso, el signo de "velar" el cuerpo es un indicio de respeto y veneración por un hijo de Dios, además de la oportunidad para despedirse de él y honrar su vida, dando gracias al Señor por el tiempo que permaneció con nosotros.
El último adiós
Ante el dolor de la separación definitiva, después de la velación la Iglesia acompaña a los dolientes y da palabras de aliento durante el santo Sacrificio de la Misa, con la fe puesta en la resurrección y la vida eterna que nos espera cuando Jesús vuelva triunfante en su segunda venida.
"Así celebrada la Eucaristía, la comunidad de fieles, especialmente la familia del difunto, aprende a vivir en comunión con quien "se durmió en el Señor" , comulgando con el Cuerpo de Cristo, de quien es miembro vivo, y orando luego por él y con él".
Y da con la familia el último adiós:
"El adiós ('a Dios') al difunto es 'su recomendación a Dios' por la Iglesia. Es el 'último adiós [...] por el que la comunidad cristiana despide a uno de sus miembros antes que su cuerpo sea llevado a su sepulcro' (cf. Ritual de exequias, Prenotandos, 10). La tradición bizantina lo expresa con el beso de adiós al difunto:
Con este saludo final 'se canta por su partida de esta vida y por su separación, pero también porque existe una comunión y una reunión. En efecto, una vez muertos no estamos en absoluto separados unos de otros, pues todos recorremos el mismo camino y nos volveremos a encontrar en un mismo lugar. No nos separaremos jamás, porque vivimos para Cristo y ahora estamos unidos a Cristo, yendo hacia Él [...] estaremos todos juntos en Cristo' (San Simeón de Tesalónica, De ordine sepulturae, 367)".


