Desde el Edén hasta el Apocalipsis, la Biblia cuenta su historia a través de las comidas. No solo la comida, sino el acto de comer -compartido, ofrecido, prohibido o incluso simbólico- da forma al drama de la historia de la salvación. En las Escrituras, comer nunca es solo una cuestión de sustento. En ella se forjan relaciones, se rompen o sellan pactos y se acerca lo divino.
Una comida especial
En el corazón de la fe cristiana hay una comida: la Última Cena. Pero ese momento forma parte de un patrón más amplio. En los Evangelios, Jesús se sienta a menudo a la mesa. Come con recaudadores de impuestos y pecadores (Mt 9,10), alimenta a las multitudes hambrientas con panes y peces (Mc 6,41-42), y parte el pan con sus discípulos en Emaús después de la Resurrección (Lc 24,30-31). Incluso glorificado, sigue siendo profundamente humano: pide algo de comer en el aposento alto y más tarde asa pescado en la orilla para sus amigos (Lc 24,41-43; Juan 21,12).
"El Hijo del Hombre ha venido a comer y a beber", dice Jesús (Lc 7, 34). Fue suficiente para escandalizar a sus críticos. Pero sus hábitos en la mesa no eran aleatorios: revelaban el Reino. En un mundo que clasificaba a las personas por su pureza, estatus y poder, Jesús utilizó las comidas para cambiar las expectativas. No se limitaba a enseñar en la mesa. Allí curaba, perdonaba e incluso llamaba a sus discípulos.
Una cena, no un sermón
Comer con alguien era, y sigue siendo, una forma de intimidad. No se comparte una comida con cualquiera. Pero Jesús sí lo hizo. Cada comida se convierte en una forma de revelación, en una parábola viviente de comunión. No es casualidad que la Eucaristía no sea un sermón o una canción, sino una cena.
Y la Biblia tampoco empieza con un sermón, sino con frutos.
Eva es la primera en comer en la Biblia hebrea; el último en la Biblia cristiana es Juan. Una coge fruta de un árbol (Gen 3, 6), el otro recibe un rollo de un ángel (Ap 10, 9-10). Eva es tentada por una serpiente para que coma; a Juan se lo ordena un ángel. "Sabía dulce como la miel", dice, "pero se agrió en mi estómago". Un acto introduce a la humanidad en la historia del pecado; el otro concluye la visión de la restauración. Comer marca tanto la caída como la plenitud.
Las comidas sagradas
Entre Eva y Juan hay una larga historia de comidas sagradas: el maná en el desierto, el pastel de Elías, el cordero pascual, las bodas de Caná y, por último, el propio Pan de Vida, ofrecido en una colina a las afueras de Jerusalén.
La comida nunca es un telón de fondo en las Escrituras, sino portadora de significado. Nos enseña que Dios sale a nuestro encuentro en nuestra hambre. No nos exige que trascendamos nuestra necesidad humana, sino que entra en ella. Jesús no flota sobre la mesa, sino que toma el pan en sus manos. Lo parte. Lo da.
En un mundo de consumo instantáneo, es fácil olvidar la santidad de las comidas. Pero la Biblia nos devuelve una y otra vez a la mesa, no solo como lugar de alimento, sino de encuentro. Comer, en la fe, es recordar que el cielo no es un retiro del cuerpo, sino una fiesta.
Como promete el Apocalipsis: "Bienaventurados los invitados a la cena de las bodas del Cordero" (Ap 19, 9).

