Las palabras tienen un tremendo poder: para elevar o herir, para aclarar o confundir, para tender puentes o quemarlos. A lo largo de toda la Escritura, encontramos sabiduría sobre el don de la palabra y la responsabilidad que conlleva. En una época de comunicación rápida, en la que los cotilleos y la falta de amabilidad pueden propagarse con un simple movimiento de dedos, estas lecciones parecen urgentes.
La Biblia llama a la moderación
La Biblia advierte a menudo de los peligros de hablar sin cuidado. Proverbios 18:21 nos recuerda que «la muerte y la vida están en poder de la lengua». Del mismo modo, Proverbios 10:19 aconseja «donde abundan las palabras, no falta el pecado; pero el que refrena sus labios es prudente». El mensaje es claro: nuestras palabras tienen consecuencias, y hablar irreflexivamente nos lleva fácilmente por mal camino.
En el Nuevo Testamento, el propio Jesús subraya esta responsabilidad. En Mateo 12:36-37, dice: «Os aseguro que en el día del juicio la gente dará cuenta de toda palabra imprudente que pronuncie, porque por vuestras palabras seréis justificados, y por vuestras palabras seréis condenados». Esta enseñanza pone de relieve cómo las palabras expresan el estado de nuestros corazones y la profundidad (o falta) de nuestro amor por los demás.
El Apóstol Santiago va más allá, comparando la lengua con un fuego capaz de incendiar bosques enteros (Santiago 3:6). Sin embargo, también afirma que las palabras, bien empleadas, pueden sembrar la paz y la sanación.
El cotilleo: Un pecado de comunidad
El Papa Francisco ha advertido repetidamente contra el pecado del chisme, llamándolo una «plaga más horrible que el COVID». Con su característica franqueza, dijo una vez: «Chismorrear es terrorismo, porque el que chismorrea es como un terrorista que lanza una bomba y se va, destruyendo a los demás.» Sus palabras se hacen eco del Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), que califica el cotilleo de violación del Octavo Mandamiento.
Según el CIC, «el respeto a la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles injusticia» (CIC 2477). Cuando nos dedicamos a chismorrear o calumniar, dañamos las relaciones, fomentamos la división y erosionamos la confianza, comportamientos que contradicen la llamada del Evangelio al amor y a la unidad.
La respuesta cristiana
Cuidar nuestras palabras no significa evitar conversaciones difíciles o refugiarse en el silencio. Significa usar nuestras palabras de forma reflexiva e intencionada, asegurándonos de que están «sazonadas con sal» (Colosenses 4:6). Antes de hablar, podemos preguntarnos: ¿Es verdad lo que voy a decir? ¿Es amable? ¿Es necesario?
San Francisco de Asís modeló esto bellamente cuando oró: «Señor, hazme un instrumento de tu paz». Su oración nos recuerda que nuestra forma de hablar debería ser una extensión del amor de Dios en el mundo, construyendo a los demás en lugar de destruirlos.
La palabra como instrumento de gracia
El Catecismo enseña también que «la lengua debe usarse para alabar y no para maldecir» (CIC 2143). Hablando con honestidad, humildad y caridad, contribuimos al florecimiento de quienes nos rodean.
En una época en la que la negatividad y el cotilleo dominan a menudo el discurso, los cristianos están llamados a ser contraculturales. Ya sea en línea o en persona, nuestras palabras deben hacerse eco de la bondad de Dios, sirviendo de luz a los demás y de recordatorio de la dignidad divina que hay en cada persona.
En última instancia, cuando guardamos nuestras lenguas, estamos protegiendo a los demás y alineándonos más estrechamente con la voluntad de Dios. Como nos recuerda Jesús, «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mateo 12:34). Asegurémonos de que nuestros corazones y nuestras palabras están llenos de amor.