San Agatón, el gran ermitaño del desierto de Scété, no podía descansar sin tener su alma en paz. Decía sobre el resentimiento: "Nunca me he dormido con un agravio contra nadie y, en cuanto he podido, nunca he dejado que nadie se durmiera con un agravio contra mí" (Agatón, 3).
Su primera frase es un claro eco de San Pablo (Ef 4, 26): "Si se enojan, no se dejen arrastrar al pecado ni permitan que la noche los sorprenda enojados". Una recomendación saludable, porque si nos acostamos con el alma inflamada por la cólera, sin duda dormiremos mal, dándole vueltas a los agravios que creemos haber sufrido, imaginando respuestas más o menos desagradables.
Al día siguiente, nos costará deshacernos de ella y, sobre todo, el resentimiento se habrá instalado en nuestra vida como un elemento permanente, produciendo frutos envenenados. Cortar el hilo lo antes posible es el remedio, aunque sea duro.
Redescubrir nuestra libertad y, para ello, invocar recuerdos más felices de una época en la que el adversario no era adversario. Ruega al Señor que te quite la tentación de vengarte, aunque sea indirectamente.
Afrontar el resentimiento ajeno
Pero Agatón no se detiene ahí, ahora se trata de no dejar que nadie se duerma con un agravio contra nosotros. Esto es mucho más difícil. Como mínimo, podemos prohibirnos el resentimiento y la ira, pero la otra persona piensa lo que quiere, no es asunto nuestro.
Porque si se enfadan conmigo por algo y no me siento culpable por ello, es su problema. No he hecho nada malo, ¡que se calme! Pero no se calmará, sufrirá, tendrá pesadillas, estará tentado de hacer el mal.
Aquí encontramos de nuevo un mandamiento de Jesús: "Si, pues, vienes a ofrecer tu ofrenda en el altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego ven y ofrece tu ofrenda" (Mt 5, 23-24).
No solo tenemos que olvidar nuestro resentimiento, sino que también tenemos que afrontar el resentimiento de los demás, aunque pensemos que no les hemos hecho ningún mal. ¿Cómo hacerlo?
Aceptar que no se tiene el papel adecuado
En primer lugar, recordemos que nuestra conciencia puede no ser tan clara y pura como creemos. Puede que no hayamos hecho nada objetivamente malo, pero puede que hayamos hecho todo lo posible para exasperar al otro, que es menos capaz que nosotros de controlarse y al que hemos hecho asumir el papel de malo, revistiéndonos de nuestra virtud ofendida o de nuestra calma irónica.
Y eso es en sí mismo una falta de caridad, de la que debemos acusarnos urgentemente para que nuestro hermano no caiga en la tristeza.
Entonces, si realmente no sabemos qué le ha picado, tendremos que preguntarle con delicadeza cuál es nuestra falta, de forma que no le humillemos. Y entonces todo saldrá a la luz, lo verdadero y lo falso, lo exagerado sin duda.
Si discutimos, si intentamos aclarar las cosas, justificarnos, habrá nuevas tensiones, explicaciones interminables que no traerán la paz. Así que es mejor ceder, aceptar que no estamos desempeñando el papel adecuado, para salvar a nuestro hermano y reabrir su alegría.
En retrospectiva, él mismo reconocerá (tal vez) que fue demasiado lejos. Pero no se trata de eso. Como dijo Jesús: "Has salvado a tu hermano" (Mt 18,15).