Siglo XIX. A Lucas, un sacerdote que vive en Dinamarca, sus superiores le encomiendan una misión: viajar hasta Islandia y construir allí una iglesia. Pero le advierten: las gentes de la isla son distintas a lo que conoce… el frío, el invierno, las costumbres. Por eso es estrictamente necesario que el edificio de madera esté listo antes de la llegada del invierno.
Lucas opta por un trayecto que implica mar, ríos y tierra, barcos, caballos y tiendas de campaña: en vez de ir directamente, quiere conocer a los habitantes y fotografiarlos, y también retratar a los miembros de esa expedición. Otra de las advertencias se refiere al volcán: cuando entra en erupción, su hedor puede ser tan penetrante que algunas personas pierden la cabeza. Al ser verano, allí se encontrará luz durante el día y la noche, lo que puede ser traumático para los forasteros.
Estas advertencias iniciales resultan claves en el filme, pero de eso no nos daremos cuenta hasta el final, cuando reflexionemos en torno al personaje. Es necesario, le dicen, que se adapte a las circunstancias del país y a sus habitantes. Su tarea parece imposible, le aclara su superior. Sin embargo, debe pensar en los apóstoles y en cómo lograron difundir la palabra de Jesucristo por el mundo. Si eso fue posible, nada es imposible.
En la caravana incluyen, además de guías y monturas, maletas, libros, el voluminoso equipo de fotografía y una enorme cruz de madera, envuelta en telas para protegerla de las inclemencias del clima.
Lucas en seguida tiene roces con Ragnar, el jefe islandés de la expedición, a causa de sus modales rudos y de su carácter arisco. Ragnar califica al sacerdote, sin que éste lo sepa porque apenas conoce el idioma, de “demonio danés”. Más adelante Ragnar querrá convertirse en un hombre de Dios a causa de sus pecados y de su necesidad de perdón. Lucas le dirá que deberá olvidarse de sí mismo y someterse al Señor sirviéndole: esto, y escucharle, serán los primeros pasos.
Locura, hostilidad, supervivencia, atmósfera espiritual
Durante la primera mitad de la película asistimos a los rigores del viaje, que les empujan a perder a un hombre y algunas partes del equipaje por culpa de las malas decisiones: "No sé qué quiso Dios para él, pero sería necesario en otro lugar. A veces una vida debe terminar para que otra pueda nacer", pronuncia el protagonista durante el entierro apresurado. Es ahí cuando Lucas empieza a cambiar. Por las noches reza y le pide a Dios que le ayude, que él ya no puede continuar en ese camino.
Cuando lleguen a la aldea donde tiene que erigir el templo, tras un periplo lleno de dificultades durante el cual el sacerdote enferma, será ya un hombre distinto. Un hombre que, en la segunda mitad del largometraje, empezará a cometer errores. Nunca nos aclaran los motivos pero los intuimos: la fatiga del trayecto, las pérdidas, el choque de hábitos y culturas, el hedor del volcán… Todo se va uniendo hasta alcanzar un final sorprendente.
Godland, dirigida por Hlynur Palmason y galardonada en la edición de 2022 del Festival de Cannes, es una de esas películas bellas y ásperas que, como el documental Libres y los largometrajes La hija eterna o The Quiet Girl, desprenden cierta espiritualidad y un tratamiento alejado de los patrones habituales de la cartelera.
Es un filme de planos largos y deslumbrantes, donde las decisiones de los personajes a veces nos resultan complejas, y podríamos afirmar que el trabajo minucioso de su director proviene de la influencia del cine de C. T. Dreyer, de Béla Tarr, incluso de Andrei Tarkovski; cineastas que apostaban por el silencio, donde la imagen y la composición del plano solía ser más importante que la palabra.
Es una historia que nos sugiere que ni los hombres sometidos a una fe poderosa pueden librarse de los trastornos de la locura cuando el entorno es hostil y la supervivencia exige un precio y cumplir una misión requiere un sacrificio enorme.