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Una guerra en la que no hay retaguardia: Houellebecq

MICHEL HOUELLEBECQ

BORIS ROESSLER I DPA

Manuel Ballester - publicado el 11/05/23

La vida es lucha. Lo dice Job y lo sabemos por experiencia. Así son los días del hombre sobre la tierra

Houellebecq (1956) lo da por sabido y describe qué tal le va al hombre contemporáneo en la batalla. Mal, le va mal: “Fracaso, fracaso por todas partes”.

En Ampliación del campo de batalla (Extension du domaine de la lutte, 1994) asistimos a nuestra cotidianeidad. El narrador objetivo de nuestra vida, espectador de su vida, es un hombre situado: «Acabo de cumplir treinta años. Tras un comienzo caótico, me las arreglé bastante bien con mis estudios; actualmente soy ejecutivo», está satisfecho en el plano social, aunque no en el sexual: espera otra cosa; de la gente, del trabajo, del sexo y de la vida.

Lo que espera, las expectativas son importantes. El libro se abre con una cita de la carta a los Romanos (13, 12), cita que parece anunciar algo grandioso, una nueva aurora, un nuevo mundo. Pero es el mundo trivial: ahí anida la mediocridad, la decepción. Hay decepción porque la expectativa era muy alta. Y la expectativa es alta porque es sentida como posible: «Siento, con una violencia increíble, la posibilidad de la alegría».

La erotización en que vivimos refleja esa misma idea: «Nuestra civilización padece un agotamiento vital [épuisement vital…] Necesitamos la aventura y el erotismo, porque necesitamos oírnos repetir que la vida es maravillosa y excitante; y está claro que sobre esto tenemos ciertas dudas».

Houellebecq
Michel Houellebecq

No hay odio ni amor

Los grandes temas de la vida (Dios, felicidad, sentido…) rozan esa existencia sin convulsionarla: «Misa de Gallo; el cura hablaba de una inmensa esperanza que habían nacido en el corazón de los hombres; a esto yo no tenía nada que objetar», «frecuento poco a los seres humanos», el policía ante el que presenta una denuncia falsa es «de Provenza, y llevaba una alianza. Me pregunté si su mujer, sus posibles hijos y él mismo serían felices en París […] Imposible saberlo», no tiene amigos o casi: un antiguo conocido, casi amigo, sorprendentemente se ha hecho cura y le anima, le ilumina, le muestra que es posible vivir de otro modo pero el cura es también golpeado por la vulgaridad: nada queda de esa esperanza de una aurora brillante; el mundo es plano, la vida es mediocre aunque tenga momentos pasables.

No queremos, aún, morir: eso sería ser radical. El individuo se resiste, se aferra aún a la vida, pero no siempre y, en cualquier caso, todo es política y el sistema (el sanitario, el político y social) normalizan la eutanasia de un modo creciente en nuestras sociedades. Ahí hay aún una fuente de tensión: aún hay impulso vital en los individuos que viven en una cultura de la muerte.

Queremos seguir viviendo porque nuestro modelo es la edad de la inconsciencia, esa etapa en la que vivimos el presente (Carpe diem) sin más preocupaciones ni ocupaciones: «la adolescencia es la única etapa en la que se puede hablar de vida en el verdadero sentido del término».

Al final queda el individuo: unidimensional, extraño y extranjero, que dirían Marcuse y Camus. Individuo frente a los demás que, la idea es de Sartre, son el mal y el infierno (l’enfer c’est sont les autres), o todo lo contrario: quizá cada uno lleva sus demonios y su infierno dentro, que también podría ser.

En cualquier caso, al final queda el individuo en su soledad; y lo demás y los demás, presionando, molestando, intentando estrujarnos: «Siento la piel como una frontera, y el mundo exterior como un aplastamiento. La sensación de separación es total; desde ahora estoy prisionero de mí mismo. No habrá fusión sublime; he fallado el blanco de mi vida».

Sensación de fracaso, de que podría ser de otro modo mejor, de que nuestra vida podría aspirar a la excelencia, al amor y la alegría. Sensación de que no va a ser así. Es como para volverse locos. Y la sociedad terapéutica en la que vivimos nos provee de abundantes psicólogos y psiquiatras. En el psiquiátrico, precisamente, y «poco a poco, empecé a tener la impresión de que toda aquella gente –hombres o mujeres- no estaban trastornados en absoluto; sencillamente, les faltaba amor». Y esa falta no es cualquier cosa. No es un fallo exclusivo de algunos individuos, sino el ambiente en el que vivimos: «Ninguna civilización, ninguna época han sido capaces de desarrollar en los hombres tal cantidad de amargura. Desde este punto de vista, vivimos tiempos sin precedentes. Si hubiera que resumir el estado mental contemporáneo en una palabra yo elegiría, sin dudarlo, amargura».

Houllebecq expone con la fría objetividad de un forense, qué puede estar pasando. Un buen diagnóstico distingue aún entre infierno y purgatorio. Que no es lo mismo. Y aún podríamos salvarnos.

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