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No siempre es fácil para nuestros contemporáneos entender cuán extendidas, y cuán profundas, eran las creencias religiosas en siglos precedentes. Por eso quizás sorprenda a algunos saber que lo primero que hicieron los supervivientes de la Vuelta al Mundo nada más llegar a España en 1522 fue cumplir una promesa a la Virgen.
La expedición había partido confiando en el amparo de la Providencia y bajo la protección de la Virgen de la Victoria, una imagen a la que se rendía culto en la iglesia de los Mínimos de San Francisco de Paula de Triana, en Sevilla.
En esa iglesia, por orden real, los 240 miembros de la expedición rezaron, se confesaron y comulgaron antes de partir. Allí también, ante la serena y coronada imagen de la Madre con su Hijo, Magallanes recibió las banderas de las cinco naves que iniciaron el histórico viaje.
Quizás por ello, cuando, avanzada la aventura, y tras haber sufrido innumerables penalidades, se encontraron extenuados y sin rumbo ni control, los marineros decidieron encomendarse a esa Virgen que había velado su partida, y que dio nombre a la única nave que finalmente logró regresar.
Y esta vez no hizo falta mediación real. Fue un anhelo surgido de la más profunda desesperación y terror, con el barco haciendo aguas, navegando en círculos y con la expedición zarandeada brutalmente por enloquecidas tempestades en el Cambo de las Tormentas (hoy conocido como Cabo de Buena Esperanza).
Todos prometieron a la Virgen de la Victoria que, si salían con vida de aquella trampa mortal, y lograban regresar a España, lo primero que harían sería ir en procesión, descalzos y portando cirios, hasta la iglesia franciscana para darle las gracias.
Y así lo hicieron. En cuanto hubieron tomado un bocado para reponerse, y tras escribir Juan Sebastián Elcano un sintético informe sobre el viaje dirigido al rey Carlos I, ya investido emperador, los 18 supervivientes, todavía no recuperados del todo de tantas penalidades vividas, cumplieron su promesa.
Debió ser un espectáculo impactante ver a aquellos hombres, capitaneados por Juan Sebastián Elcano, flacos y enjutos, apenas recuperados de tantas penalidades, recorrer los 20 minutos de trayecto que separaban el puerto de Sevilla del templo.
La procesión original fue el 9 de septiembre de 1522, y cinco siglos después fue recreada en Sevilla, con una comitiva que emulaba a los marineros y una ofrenda floral a la imagen de la Virgen, que ahora se encuentra en la iglesia de Santa Ana.
"En esta época hubiera sido impensable incumplir una promesa a la Virgen", explica la historiadora María Saavedra, directora de la Cátedra Elcano de la Universidad CEU, que ayuda a Aleteia a reconstruir estos acontecimientos tan singulares.
"En ese momento todos -y especialmente los marineros, que nunca tenían garantizado el regreso- conviven con la muerte de una manera muy marcada, la sienten mucho más próxima que nosotros, y son mucho más conscientes de que están de paso".
A ello se añade que "tienen un sentido de la trascendencia muy profundo y sincero". Puede que no sean fieles cumplidores de la moral católica, admite Saavedra, pero "tienen una conciencia clara de que habrá un juicio final y que deberán rendir cuentas".
El propio Elcano es un buen ejemplo de esto. Tuvo dos hijos naturales, fuera del matrimonio, pero llegada la hora de su muerte, en 1526, se preocupó en poner en orden sus deudas con Dios y con los hombres mediante su testamento, que dictó en alta mar, en el océano Pacífico, en su lecho de muerte, en la nao Victoria, en el transcurso de una fallida expedición a las Molucas.
El documento está marcado por las expresiones de religiosidad y de fe propias de la época. "Hay quien quiere verlo como una pura fórmula de la época. Pero yo creo que en el caso de Elcano no puede pensarse eso; es algo que le sale del corazón", asegura María Saavedra. Expresa una necesidad vital de poner en paz su alma con Dios y los hombres".
"Elcano es piadoso, teme al Purgatorio, confía en su confesor y en su físico, y se alivia con devociones y obras de misericordia por Guetaria, Guipúzcoa y España", explica el catedrático Manuel Romer Tallafigo en la edición del documento publicada por la Universidad de Sevilla y la Junta de Andalucía en 2021.
Elcano se rodea en su lecho de muerte por siete paisanos suyos entre los que se encuentra un joven Andrés de Urdaneta, que décadas después hará historia al encontrar el ‘tornaviaje’, la ruta marina que permitía viajar desde México a Filipinas y regresar.
Elcano encomienda la custodia de su testamento a un segoviano, el contador Iñigo Ortés de Perea y según Romer hizo testamento "de dentro", largo y prolijo, en tres pliegos por todas sus caras, y se encerró, ató y selló en otro "de fuera" en media cuartilla.
Dado que parte de los bienes repartidos, entre ellos los destinados a iglesias y órdenes religiosas debían pagarse con cargo a lo que le adeudaba el rey, su madre y las madres solteras de sus hijos lo usaron para pleitear con el rey Carlos I. Dos siglos después, el testamento se convirtió en una joya de valor incalculable para los historiadores de los tres últimos siglos.
Para acreditar su necesidad de saldar las deudas del alma, baste mencionar que dedica distintas cantidades a la iglesia deSan Salvador de Guetaria, donde ordena que se hagan sus exequias y aniversarios, pero también dispone entregar otras cantidades a las órdenes de redención (trinitarios y mercedarios) para que puedan rescatar cautivos cristianos de manos de los berberiscos.
Pero, además, deja otras cantidades, para distintos cometidos ligados a la devoción y la caridad, para la iglesia de San Martín, y la de Nuestra Señora de Heçiar, entre otras.
Por no hablar de otros encargos espirituales, como que se cumplan dos promesas contraídas antes de embarcarse: ir en romería a la Santa Verónica de Alicante, y el pago de las misas encargadas al monasterio de San Francisco de La Coruña.
La expedición de la Vuelta al Mundo fue la responsable de uno de los fenómenos más prodigiosos de la época: la conversión de las islas Filipinas al catolicismo.
Hay que aclarar que los expedicionarios se limitaron a sentar las bases de esa conversión (ahora explicaremos cómo), pues el viaje no era de evangelización y no contaba con religiosos suficientes, ni tiempo, para hacer un trabajo de predicación concienzudo.
Todo comenzó con la llegada de la expedición, todavía al mando de Magallanes, a la isla de Cebú, en las Filipinas. Al poco de llegar los españoles, el capitán se enteró de que el hijo del rey local estaba enfermo y decidió, por razones que se desconocen, ofrecerse a curarlo con una imposición de manos.
El caso es que tan arriesgado gesto se saldó con el éxito, y el joven se curó, lo que propició la conversión del rey, y de todos sus súbditos, al catolicismo. Para celebrarlo, la expedición regaló a su familia el Santo Niño de Cebú, una escultura de Jesús.
Pasado un tiempo de la marcha de los españoles, los nativos abandonaron la fe católica que tan repentinamente habían adquirido y volvieron a sus viejas creencias paganas. Pero conservaron la imagen del Niño de Cebú, como uno de sus ídolos, destinado a atraer la lluvia.
Décadas después recalaría en la misma isla la expedición del ‘Tornaviaje’, capitaneada por Miguel López de Legazpi y el religioso y marino Andrés de Urdaneta. Al llegar a la isla reconocerán la imagen del Niño de Cebú, al que identifican como una imagen de Jesús, y del que les maravilla que los nativos sigan rindiéndole culto, aunque sea con una perspectiva distorsionada.
"El Niño de Cebú fue considerado la primera piedra de la Iglesia de Filipinas, como una señal de que la Providencia quería que esas islas fueran católicas", explica María de Saavedra. El rey Felipe II se dedicará a ello, con el envío de misioneros, y logrará unos resultados sorprendentes, pues Filipinas se independizó del Imperio español hace dos siglos y sigue siendo católica.
"Todavía hoy Filipinas es un enclave católico en un entorno de Asia dominado por otras religiones", explica la directora de la cátedra Elcano. Quizás sea el principal legado espiritual de la Vuelta al Mundo.