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Posverdad,  moral contemporánea  y emotivismo

BOCCA DELLA VERITA

Javarman - Shutterstock

Feliciana Merino Escalera - publicado el 28/03/23

La posverdad no es solo una amenaza para la democracia y sus instituciones, alimentando discursos populistas movidos por argumentos emocionales y falaces que en lugar que unir dividen ideológicamente a los ciudadanos

Existe una famosa frase que se ha convertido en un argumento a favor del relativismo: “Nada es verdad y nada es mentira, todo es del color del cristal con que se mira”. Con ella se insinúa que la verdad no existe, que solo existen versiones acerca de la realidad, y que la verdad y la mentira dependen de la posición del observador.

Sin embargo, la frase procede de un poema de Ramón de Campoamor, que incluye algo que se ha obviado: “Y es que en el mundo traidor, nada hay verdad ni mentira; todo es según el color del cristal con que se mira.” Nos hemos olvidado que el problema de las versiones tiene mucho que ver con nuestro mundo posmoderno, un argumento esgrimido no para decir que existen tantas miradas sobre la realidad como sujetos, sino para mantener “la versión” que impone el poder.

Es en este mundo traidor, un mundo que pretende confundirnos sobre el bien y el mal, o sobre la verdad y la mentira, donde gana la argucia de que todo se puede mirar desde una perspectiva, que al final es eso, solo una perspectiva que se convierte en la única, la del poder establecido.

Es cierto que Ortega y Gasset habló mucho de las perspectivas, pero las perspectivas no son versiones, sino características que ofrece la propia realidad. Si la realidad debe ser observada desde los hechos, las versiones “subjetivas” camuflan que los hechos puedan ser mirados como hechos deleznables o encomiables. El bien y el mal se confunden, ese es el propósito, que no parezcan como lo que son, sino según los miremos. Ya Nietzsche lo dijo. Si hemos matado a Dios ¿hacia dónde iremos? “¿No nos caemos continuamente? ¿Hacia adelante, hacia atrás, hacia los lados, hacia todas partes?  ¿Acaso hay todavía un arriba y un abajo? ¿No erramos como a través de una nada infinita?”. 

Por ello, en este mundo “traidor”, la primera traición es a la realidad. Hemos dejado de atender a la realidad y de contemplar lo que hay en ella de verdad, bien y belleza. Frente a la mirada contemplativa, se alza ante nosotros la mirada oscura de una realidad que es caos, pluralidad, multiplicidad de visiones y matices, vasto mundo de emociones y sentimientos subjetivos que tratan de erigirse en juicios morales universales.

La “posverdad” se ha definido como “la distorsión de la realidad primando las emociones y las creencias personales frente a los datos objetivos”. El origen de este concepto se encuentra en el emotivismo contemporáneo, “doctrina según la cual los juicios de valor, y más específicamente los juicios morales, no son nada más que expresiones de preferencias, actitudes o sentimientos, en la medida en que estos poseen un carácter moral valorativo.” (A. MacIntyre).

Si esto es así, el emotivismo pretende dar cuenta de todos los juicios de valor, sean verdaderos o no, pues el hecho de ser expresiones de preferencias o emociones, ya les da un contenido moral, por lo que el relativismo moral está asegurado y todas las opiniones validadas. El desacuerdo moral se convierte así en inconmensurable, en interminable, como apuntó MacIntyre en Tras la virtud.

El concepto de “posverdad” aparece así en un contexto cultural e histórico en el que la contrastación de los datos empíricos y la búsqueda de la objetividad -la verdad de los hechos observados-, son menos relevantes que nuestras propias creencias y las emociones que generan a la hora de crear corrientes de opinión pública, corrientes que puedan influir en la transformación de las creencias, actitudes y conductas. 

La moralidad desde la posverdad se desdibuja, queda emborronada. Aparecen los llamados  “hechos alternativos”, o las “deepfakes” o los “ultrafalsos”, mentiras que, no obstante, aceptamos como verdades, porque sirven para construir un discurso con la finalidad de crear y modelar la opinión de las personas a quienes se dirige e influir en su conducta.

Suele ocurrir que este discurso está respaldado por el peso mediático y propagandístico que hará todo lo posible por hacer que las mentiras expliquen la realidad ocultando su carácter de falsedad, lo cual sirve perfectamente para generar una determinada ideología política, que sin verificar los hechos permita sin embargo calar en el sistema de creencias de los ciudadanos para convencerles a través de argumentos emocionales. 

Los hechos o teorías alternativas suelen ser utilizados por políticos, profesores de Universidad, filósofos, sociólogos e incluso psicólogos. De hecho, hoy se habla mucho en psicología de la llamada “disonancia cognitiva”, que implica el estado de tensión y conflicto interno que percibimos cuando la realidad choca con nuestras creencias. La fractura entre la realidad y nuestro ego, nos lleva a manipular la realidad o negarla para mantener intacto nuestro sistema de creencias, a pesar de que toda la realidad exterior hable de lo contrario basándose en hechos que son contrastables y pueden ser probados.

Sin embargo, la tensión y el conflicto interno se desatan en un mundo “traidor” en el que pueden subsistir mentiras sin pies ni cabeza porque se ha perdido el deseo de  verdad. La verdad ya no se contrapone a la mentira, sino a otras verdades. No nos interesa contrastar opiniones, ni un debate serio para buscar una verdad compartida. Toda idea puede legitimar una teoría perfectamente válida sobre la realidad, aunque sea mentira. La cuestión de su  legitimidad – frente a otras verdades-  es más importante que la cuestión de su veracidad o no.

Así, perdidos en un océano sin faro, sin horizonte cierto, nada son la verdad ni la mentira, por mucho que nademos con todas nuestras fuerzas, estas se agotarán ante la enorme fuerza de la corriente, que es la nada, el vacío más desolador.

¿Cuál es el problema de fondo? Que la moral no tiene sentido, solo las versiones y, entre ellas, la que legitima y respalda el poder, la voluntad de poder. Lo predijo Nietzsche: si hemos matado a Dios, “¿cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos? Lo más sagrado y poderoso que poseía hasta ahora el mundo se ha desangrado bajo nuestros cuchillos. ¿Quién nos lavará esa sangre? ¿Con qué agua podremos purificarnos? ¿Qué ritos expiatorios, qué juegos sagrados tendremos que inventar? ¿No es la grandeza de este acto demasiado grande para nosotros? ¿No tendremos que volvernos nosotros mismos dioses para parecer dignos de ella?”. 

Nos hemos bebido el mar, hemos desencadenado la tierra de su sol -“¿quién nos prestó la esponja para borrar el horizonte?”, en palabras de Nietzsche-, y en este abismo, nada son la verdad ni la mentira.

Las argucias están ya consolidadas. En este mundo traidor a Dios, a la realidad, a la conciencia, la verdad no importa. Caminamos a ciegas, caminamos sin sentido, teniendo que encender faroles, como el loco de la Gaya Ciencia, a plena luz del día. 

Nunca la verdad se había cuestionado tanto como en nuestros días y nunca había tenido tan poco valor como en estos tiempos, porque el hombre-Dios, lo primero que ha hecho es borrar el horizonte, que el mundo no parezca lo que es, que nuestras palabras sean monedas gastadas, que todo contribuya a sacudirnos de encima el polvo del error, de la responsabilidad, de la culpa, porque en el hombre-Dios no existe error, ni culpa ni responsabilidad. El hombre-Dios decide ahora cómo salir airoso, decide cómo triunfar en un marasmo que es el de su infierno interior. Solo él y su traición a lo real. Sólo él, cual narciso en el espejo del océano sin fondo y sin cercados, verá lo que quiera ver del color del cristal de su reflejo.

La posverdad no es solo una amenaza para la democracia y sus instituciones, alimentando discursos populistas movidos por argumentos emocionales y falaces que en lugar que unir dividen ideológicamente a los ciudadanos. Es también una amenaza al corazón de la cultura,  porque nos impide habitar el mundo desde sus entrañas, desde su origen, desde una historia  que se ha forjado en la búsqueda del bien, la verdad y la justicia. Sin ellos como esperanza cierta, es imposible avanzar en la tradición de lo mejor y de lo posible.

Los bárbaros no están al otro lado de las fronteras, sino que llevan gobernándonos hace mucho tiempo, como ya adelantara MacIntyre en la obra mencionada. Y nuestra falta de conciencia de ello constituye parte de nuestra difícil situación. 

Son los bárbaros, los nuevos narcisos de la moralidad y de la verdad, los hombres-Dios. No hay nada más allá de la moralidad y de la verdad que intentan imponer a costa del corazón humano, un corazón herido que sigue gritando que la Verdad, el camino y la vida existen. Un corazón que sabe que la verdad y la mentira existen, y que precisamente está más allá del poder, más allá de los bárbaros, más allá de los hombres-Dios, a los que tendremos que enterrar para nacer de nuevo.

Tags:
culturapost modernidadverdad
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