Trabajaba duro, era ordenado, honesto en mis tratos, y, en grado superlativo, apegado a cumplir las leyes y preceptos de mi credo.
Era por así decirlo "muy religioso".
Así, había desarrollado una conciencia escrupulosa, que juzgaba lo moral y lo inmoral de algo o de alguien, casi siempre sin aceptar formas distintas de pensar, respecto de mis juicios. A mi esposa y a mis hijos los trataba como el réferi en el fútbol, que está solo pendiente de una falta para sacar la tarjeta.
Un día, uno de mis hijos fue reportado de su escuela por violencia y... tenía droga en sus bolsillos.
"Pensé que era indigno de un padre como yo"
Lo amaba y quería rescatarlo, pero había en él tal desconfianza y resentimiento hacia mí, que debieron haberme hecho recapacitar. Sin embargo, reaccioné según mi costumbre, y, considerando que lo que mi hijo había hecho era indigno de un padre como yo, le reclamé llenándolo de vituperios.
El resto de la familia se sumó cada vez más al decaimiento de mi hijo... y comencé a darme cuenta de su sufrimiento, y de que realmente los estaba perdiendo.
Fue entonces cuando me decidí por acudir a ayuda especializada, por la que pude comprender que la mía era una perfección a secas, y no una perfección de amor.
Era un orgullo malsano: ¿cómo atajarlo?
Sucedía que, en el fondo de mi actitud se encontraba un orgullo malsano, por el que mis acciones, aun cuando esmeradamente correctas, en realidad no eran motivadas por el amor ni a Dios, ni al prójimo, sino al apego a mi propia excelencia.
Era así como había funcionado toda mi vida, y sentía temor de cambiar, ya que pensaba que actuaba según la voluntad de Dios, y dejar de hacerlo me haría vulnerable al juicio ajeno, y perdería autoridad.
La verdad es que lo que Dios quiere es que sepamos conjugar la comprensión con una amorosa exigencia, que tan natural y necesaria es entre quienes se aman. Debía corregir mi intención, de manera que, al hacer las cosas, no solo buscara buenos resultados, o el superarme a mí mismo, sino que, ante todo, me esforzase por buscar el bien de los demás, anteponiendo la misericordia a la justicia.
4 pasos para el cambio
Fue así que, en el proceso terapéutico, se me orientó por cuatro pasos en el aprendizaje de la conversión al amor.
Primer paso. Reconocer que había descargado sobre los demás un espíritu crítico, en ocasiones despiadado y cruel, y que debía pedir un perdón que avalaría con los hechos, aspirando a que quienes fueron testigos de mis defectos, lo fueran también de mis virtudes.
Un paso penoso pero necesario.
Segundo paso. Aprender a identificar cuándo y en qué circunstancias tenía proclividad a reaccionar negativamente, y a desarrollar mecanismo de consciencia, para prevenirme, esmerándome en adquirir la virtud de la fortaleza y la paciencia.
Tercer paso. Debía aprender a reconocer, aceptar y mostrar mis carencias ante los demás, como el carecer de ciertas habilidades, conocimientos, poca empatía, bajo control emocional... y tener la humildad de dejarme ayudar y amar tal cual.
A no tomarme tan en serio a mí mismo y adquirir el buen humor, sin ignorar mis verdaderas cualidades.
Cuarto paso. En mi relación con Dios, reconocer mis vacíos y permitir que sea Él quien los llene, sin que mi yo estorbe. Evitar el apegarme a las normas y reglas en mi relación con Él y los demás, excluyendo el hacerlas por amor, pues es una perfección a secas que cuesta, cansa y mata el buen espíritu.
La paz, la confianza y la alegría poco a poco han ido volviendo a mi familia.
Por Orfa Astorga de Lira
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