¿Cómo comprender a los hombres y mujeres que se consagran a Dios en la oración y el trabajo de un monasterio? Manuel Lozano Garrido, más conocido como «Lolo» (1920-1971) respondía a esta pregunta con seis palabras: «El que reza nunca está solo».
Lolo, el primer periodista de profesión que ha sido proclamado beato por la Iglesia católica (12 de junio de 2010), estuvo enfermo con parálisis lo que le obligó a vivir 29 años en silla de ruedas y en sus 9 últimos años de vida además quedó ciego.
Comprendió la importancia que tienen los religiosos y religiosas de clausura no solo para la Iglesia, sino para toda la sociedad, hasta el punto de fundar Sinaí, grupos de personas enfermas y comunidades monásticas unidos en oración por la labor de los comunicadores.
Pocas personas han expresado con tan bellas palabras la misión social de los contemplativos. Por este motivo, Aleteia ha rescatado una de las cartas que escribió a una comunidad de religiosas para hacer resonar nuevamente, en nuestra sociedad, la «función social» de la oración.
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Hermanas:
[...] Para medir a las almas basta solo con dos dimensiones: la de cielo y la de fango. Los espíritus grises tiran para el suelo, como los gases nocivos de las cocinas de butano. En cambio, los pulmones honrados buscan los promontorios de las colinas, y allí se ensanchan, con el aire virginal que les oxigena.
Vuestros conventos anidan así en lugares solitarios, porque los pulmones de la sociedad clarifican una respiración que se carga con actos oscuros o pensamientos mal intencionados. Con razón pensaba Donoso Cortes que, «los que rezan hacen más por el mundo que los que combaten». Sois así como el suspiro que se escapa, para aligerar, en una tarde de cansancio.
La ecología de la oración
Fijaos bien con todo: que un claustro no se parece en nada a un pulmón de acero vitalicio, bueno únicamente para las fases de cura. Lo que entra y sale de vosotras está asociado a la respiración más o menos fatigosa de la comunión social del mundo. Nino Salvaneschi decía así que, «el que reza nunca está solo». Vosotras oráis intensa y necesariamente, dramáticamente, a noble destajo de salvación y un viento de purificación clarifica el ambiente que emponzoña el hedor del mal.
Si los pantanos los construyen muy lejos de las ciudades, no es para que unos cuantos técnicos se encojan de hombros, aislándose de los problemas del bien común, sino para recoger la fuerza que viene del cielo y encauzársela luego a los hombres, en el bienestar regulado de las acequias y la energía motriz.
Contemplativa, "colosal fortaleza"
El primer Aleluya de la oración hay que cantarla así: por este milagro de liberación colectiva. De tejas abajo, uno no puede menos de sentir el temblorcillo por las piernas por la carga de tantas criaturas, pero, la meta de Dios, que es inmensa, no se pisa con la arrancada solitaria, sino tirando de todas las criaturas que nos rodean y atravesando el portón de los cielos alabando a Dios a coro, como en el himno de una sinfonía de Beethoven. Por eso os dañan tremendamente los que toman el rábano por las hojas de los dulces que fabricáis o las sábanas bordadas para imputaros una piedad de caramelo. Los devocionarios miniados, los altares con flores de terciopelo o las estampitas almibaradas, son la más tremenda calumnia que puede caer sobre la reciedumbre de vuestro espíritu. La mujer fuerte de la Escritura tiene la colosal fortaleza de las rodillas que sangran, de la necesidad del corazón que forcejea, la disposición de un espíritu que calma tanto en la consolación como en la sequedad y el silencio.
Así es como lo entendéis vosotras cuando desbordáis los bancos de la capilla para deletrear también esos otros «salmos», aparentemente vulgares, de las curas, la clase, los trabajos domésticos, la obediencia a ciegas, o la misión humillante; «Padrenuestro», dicen las manos que se ajan mondando patatas, el traslado que no gusta, o el frío que hiere como un cuchillo en las madrugadas. «Avemaría», rezan también la vela nocturna en la sala del hospital y el despertador que corta el sueño en la madrugada para el rezo de Maitines. Templo es a la par la celda, los pasillos, el aula de las matemáticas y el cuarto de plancha, porque lo que da acento contemplativo a una vida es el revuelo del corazón, la entrega íntima y el pensamiento coronando las cordilleras de la tierra para vivir pegadas a la sustancia de Dios. «No la voz, sino el suspiro; no el clamor, sino el amor; no el arpa, sino el corazón, canten Salmos a los oídos de Dios», concluyamos con Salvaneschi.
El milagro de la oración
La paz, la alegría, el optimismo y el arrebatado modo de sentir la esperanza, se escriben en unas páginas de contactos reales con el cielo que son muy distintas de las de una literatura candorosa y estúpida. Las rosas que despuntan en vuestro corazón son como más bellas porque cuajan entre espinas, alanceadas por las aristas de la escarcha y los huracanes.
Lo que da razón de ser a este ciclo tiene el sorprendente hallazgo de un milagro, Pero es que realmente ocurre así: en la oración hay la misma confluencia de pasmo, de prodigio y de regalo que en una multiplicación de panes y de peces, o un Lázaro amortajado que anda o unas ánforas de agua artesiana que de pronto huele a zumo de solera.
Teléfono con Dios
Ahí no es nada; Dios y una criatura rozándose sin pasillos aéreos, sin rellanos de estrellas. Los años-luz que separan la débil realidad de las criaturas de la majestad y solidez de Dios, los salva Él de un salto fulminante. Apenas suena nuestro rin… rin… ya tenemos por dentro un dulce y divino «allô». Por cierto, que no se sabe de ningún usuario de esa telefónica que haya tenido quejas del servicio.
Cuando un hierro sale rojo de la fragua, da tanto calor que arrebata la cara del herrero. La seguridad y el poder que trasmina el fuego de Dios, están a la altura de la misma felicidad que comunica. Rezar es crearnos una acequia que garantiza un caudal de gracia que la vida necesita. Rezar es, a la par, vivir con un San Gabriel al lado, que se queda como testigo de una nueva Encarnación a nuestro nombre.
El Dios que amasó los planetas y nos dio el prodigio de los soles, es también el mayor portento de los desvelos paternales. Nuestra debilidad garantiza el lado asequible de su corazón, como un recién nacido tiene fijo el sudor del padre y hasta los mimos que se ganó con su infancia. Gertrudis Von le Fort pensaba bien: «la humildad es una hija de la omnipotencia y penetra hasta el rostro del Señor».
En la oración pasa como en las vasijas que, cuanto más desnudo aparece el barro, más fina se filtra el agua y se purifica el corazón.
La purificación de la oración
En lo individual, la oración, es como un chorro fresco que viene a orear el ardor de las pasiones o la tibieza de la vida gris; como un molde de vida sana, útil, noble y bella que viene a configurar los perfiles de la actuación de cada día. La oración arranca incesantemente las malas hierbas que nacen en la sementera de nuestra felicidad.
Aunque seáis mujeres hay que apretar mucho las clavijas de la oración incesante, llevando a vosotras la frase de San Agustín que diría: «La oración es la fortaleza de las mujeres y la debilidad de Dios». El gran poder de las vírgenes les viene de su humildad. La paradoja del Dios limpio y glorioso que muere en el patíbulo de los asesinos, se cumple en el brío que sentimos los hombres en las tentaciones de la vida por el vaso de cristal de vuestro cuerpo y alma que se talla y se hace roca al fuego que insufla el Espíritu Santo.
Y ya, quiero que mis últimas palabras remachen la urgencia y la función social de la oración. El mundo, con los hombres, las realidades, los sueños, los peligros y las esperanzas gravitan sobre las leves superficies de vuestras palmas. Veinticuatro horas repartidas, apenas si tocan a milésima de segundo de oración por cada criatura, pero el esfuerzo del alma, la transverberación de todas las cosas por el espíritu de plegaria, puede operar el milagro de encaramar lentamente el mundo, hasta situarlo en una órbita de santidad. Es una hermosa misión que se os encomienda. Vuestra generosidad tiene la palabra.
Vuestro siempre,
Manuel Lozano Garrido