En la Europa decimonónica, fueron muchas las mujeres que hicieron las maletas y se embarcaron en apasionantes viajes. Periplos por el mundo que realizaron por placer o por inquietudes científicas. Estas viajeras regresaron a casa con una rica documentación, ejemplares vivos de flora y fauna exótica, que permitieron importantes descubrimientos científicos.
Una de esas mujeres fue, además, una princesa bávara, una mujer inteligente, con ansias de saber y una profunda fe en Dios. Una personalidad excepcional que brilló con luz propia en un mundo en el que se empeñaba en relegar a las mujeres.
¿Quién era ella?
Teresa de Baviera nació el 12 de noviembre de 1850 en la corte de Múnich, donde su padre, el príncipe regente de Baviera, Leopoldo, terminaría siendo su soberano. De su madre, la archiduquesa Augusta Fernanda de Austria-Toscana, Teresa recibió una fe imperturbable que la acompañaría toda su vida, reflejando su amor a Dios en sus diarios. La muerte de esta en 1864, sumió a Teresa en una profunda tristeza que tuvo que sobrellevar y asumir su papel en el hogar familiar, cuidando de sus dos hermanos y de su padre.
En su etapa de juventud, Teresa se enamoró sinceramente de su primo, el rey Otón de Baviera, un amor correspondido, pero un amor con un triste final. La salud mental frágil de su enamorado lo condenó a ser recluido en un sanatorio y el idilio se terminó. A pesar de que su padre buscó a otros candidatos, ninguno consiguió llenar de nuevo el corazón de la desdichada princesa quien tomó la decisión no casarse nunca.
Una mujer brillante
Desde bien pequeña, Teresa de Baviera demostró ser una mujer curiosa, con ganas de saber, algo que no encajaba en la sociedad en la que le tocó vivir. A pesar de las dificultades, de manera autodidacta, la princesa se sumergió en el estudio científico de la etnología, la geografía, la botánica y la zoología. Pronto su vida en Múnich se le hizo demasiado constreñida y decidió empezar a viajar. Su primer viaje lo hizo relativamente cerca, a las tierras del entonces Imperio Ruso, del que nacería su primer libro, publicado en 1885, en el que plasmó sus experiencias y sus conocimientos de las distintas culturas eslavas.
Tres años después ponía rumbo a las lejanas tierras de América. Desde Brasil, se adentró en el Amazonas, exploró la región de Río Negro y un sinfín de lugares hermosos en los que estudió sus especies exóticas y recopiló algunos ejemplares para llevárselos a casa. Dos veces más se embarcó en largas expediciones, una por Norte América y otra por México, Colombia, Chile y Argentina. La princesa viajó sin lujos, de manera austera y de incógnito, para no recibir un trato especial y de sus aventuras surgieron varias obras científicas.
Sus hallazgos sirvieron para realizar interesantes estudios que sirvieron para estudiar especies de flora y fauna ya existentes y descubrir otras ignotas para la comunidad científica occidental. La labor de la princesa Teresa de Baviera le valió el reconocimiento de la Sociedad Geográfica, que la eligió miembro honorario. También fue aceptada en la Academia de Ciencias de Baviera. En 1897, la Universidad de Múnich le otorgó un doctorado honorario.
En 1912, a sus sesenta y dos años, Teresa dejó de viajar, pero no se retiró de la vida pública. Comprometida con la sociedad, se unió a la Liga de Mujeres Católicas y trabajó para mejorar la educación de las mujeres. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, a la que Teresa se opuso abiertamente defendiendo posturas pacifistas, abrió las puertas de su villa de Lindau am Bodensee para convertirla en un hospital para los soldados heridos.
El 19 de septiembre de 1925, tras sufrir una larga enfermedad, la princesa Teresa de Baviera fallecía a los setenta y cinco años de edad. Un año después de su muerte su extensa colección de especímenes, libros y estudios, fue donada al Archivo de Baviera que, por desgracia, fue parcialmente destruido durante la Segunda Guerra Mundial.