Habrá cientos, miles de testimonios de quienes conocieron, visitaron, leyeron o estudiaron al papa Benedicto XVI. Pero hay uno que permanece en primera persona: el que, por gracia de Dios, me fue permitido vivir a mí.
Era el 12 de septiembre de 2005. Llevaba pocos meses de haber sido elegido y tuvo la visita de los obispos mexicanos. Fui a Castel Gandolfo con el arzobispo emérito de San Luis Potosí (México), don Arturo Szymanski. Iban con nosotros el entonces rector del Colegio Mexicano, el padre Francisco Ramirez, y su ecónomo.
Todos los detalles del encuentro se han quedado grabados en mi memoria. La belleza del paisaje desde la residencia de verano de los papas, las visitas que nos antecedieron, las salas donde nos alojaron. De pronto, la puerta se abrió.
Benedicto XVI nos recibió con una sonrisa luminosa. El arzobispo Szymanski le habló de su experiencia conjunta en el Concilio Vaticano II. El padre Francisco (hoy rector general de la UNIVA) del Colegio Mexicano y yo de El Observador. Más bien fue don Arturo el que habló del periódico (al que tanto quiso) y del personaje que lo dirigía junto con su esposa.
Benedicto, con una amabilidad exquisita y una mirada tan limpia como el cielo que rodeaba al lago Albano (y que se vislumbra detrás de las ventanas con las cortinas corridas de la sala de recepción) bendijo al periódico y al periodista. Luego dijo: “Periodistas tenemos muchos. Periodistas católicos, no. Te pido que sigas haciendo ese periodismo por el bien de la Iglesia”.
Yo alcancé a balbucear que ése no era un consejo, que era un proyecto de vida. Mismo que he tratado de cumplir hasta hoy –no obstante las enormes dificultades internas y externas que enfrenta el periodismo católico en el mundo en general y en México en particular— que su vida de oración, discreta y elegante, terminó por extinguirse.
Salimos de Castel Gandolfo exultantes. Y fuimos a comer a Rocca di Papa, un pueblecito a la otra margen del lago Albano. A la mañana siguiente del encuentro, en la Casa Santa Marta donde se hospedaba parte de la delegación mexicana, su segundo secretario, el maltés Alfred Xureb, se acercó y me dijo que el Papa no siempre, más bien nunca, decía lo que me dijo a mí. Se lo agradecí. Y le dije, con más aplomo que el día anterior, que con esa tarea que me mandaba el Papa, me iba a hacer viejo. En ésas estoy. Abrazando su muerte como se abraza con agradecimiento infinito a quien te dio una misión (como diría el escritor mexicano don Alfonso Reyes: "una tarea que cumplir") desde el corazón de la Iglesia.