Quienes aspiran a una vida plena necesariamente pasarán por momentos que reclaman heroísmo. Esos mismos momentos nos ponen al borde de la cobardía, mediocridad y desesperanza. Y algo de eso es la tragedia.
El autor trágico sabe pintar personajes y situaciones. Entre ellos destaca Shakespeare (1564-161). En su célebre Hamlet (La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca, 1601) pinta con vivos trazos los caracteres de los personajes.
Hamlet dice de sí mismo: «yo no sé parecer; I know not “seems”»; él es una naturaleza transparente y directa, ni sabe ni quiere fingir. No tolera la injusticia, no se pliega ni se acostumbra, ni olvida ni perdona.
Hamlet es el inflexible príncipe en una Dinamarca que va mal. Pronto averiguamos que el lecho de su madre, «el tálamo real de Dinamarca es un lecho de lujuria y criminal incesto», crímenes que claman al cielo, obviamente.
Y la cuestión, tal como se le plantea a Hamlet, es si ha de ser (to be) fiel a su recta naturaleza o ha de aparentar (not to be) que no ve lo que ocurre o, como lo expresa la obra: «¡Ser, o no ser, esa es la cuestión! ¿Es más noble en la mente sufrir las hondas y flechas de la fortuna escandalosa, o tomar las armas contra un mar de problemas, y oponerse a ellos?». Hamlet es noble, directo, no acepta chantajes ni componendas. La cuestión, por tanto, es si es más adecuado sobrevivir y dejar vivir o pelear para vengar el crimen cometido.
La cuestión es la tragedia
La cuestión es que si elige pelear, habrá lucha y puede morir; pero si opta por dejarlo estar, estará ya muerto pues habrá perdido la dignidad.
Ya es mala suerte pero así se presenta la vida para quienes, como Hamlet, tienen una naturaleza recta y viven tiempos dificiles. Porque ven que el mundo está desequilibrado: «El mundo está fuera de quicio. Oh, suerte maldita. Que haya nacido yo para ponerlo en orden»: el mundo está desquiciado (out of joint) y parece ser que me toca arreglarlo (to set it right) a mi.
Ni Hamlet ni quienes sienten la vida como él, lo ven como un privilegio sino como un destino cruel que convierte su vida en un trágico suceso.
Shakespeare agudiza más esta situación. Algo huele a podrido en Dinamarca, que es el mundo de Hamlet. La célebre sentencia es replicada por Horacio del que Hamlet tiene una excelente opinión («Eres el hombre más cabal de cuantos he tratado en mi vida»).
Fijémonos, pues, en lo que responde a Marcelo ese hombre cabal:
«Marcelo: Hay algo podrido en Dinamarca (Something is rotten in the state of Denmark).
Horatio: Que lo arregle el cielo (Heaven will direct it)».
En Dinamarca, que es el cosmos de Hamlet, y en el mundo en general, siempre hay algo que está roto, podrido, estropeado. Es el misterio del mal. ¿Tiene arreglo?, ¿Puede enderezarse lo que está torcido? Horacio entiende que la corrupción es demasiado profunda y sólo el cielo puede enderezar ese desorden.
Así plantea Shakespeare los grandes pilares de la obra y de la vida (si es que, al final, no son lo mismo): el mundo está mal, roto, desquiciado, y o bien lo arregla el cielo directamente (y entonces no hay tragedia) o bien yo he nacido para arreglarlo (y entonces la obra y la vida son necesariamente trágicas).
Existe también una opción intermedia: la mediocridad de no querer ver el mal y no aspirar a arreglar las cosas y la propia vida. Y así son algunas vidas, ciertamente.
Pero Hamlet y algunos otros, no. El mundo de Hamlet está desquiciado, roto. Y hay unos culpables. Hamlet quiere vengarse. La venganza, la vindicatio, es peligrosa. La célebre ley del Talión establece la reciprocidad, la proporcionalidad, entre el daño (culpablemente) causado y la pena impuesta. La ley del Talión impone un límite porque existe un peligro en el que es fácil caer: que el dolor por el mal, por el daño causado, se desborde y en vez de querer la restitución y la justicia, se empiece a odiar.
Actuar por amor a la justicia nos hace buenos; actuar por odio nos destruye. Así, hay una sombra (Ghost) que inspira a Hamlet deseos de venganza y le advierte: «De cualquier modo que realices la empresa, no contamines tu espíritu», no te dejes dominar por el odio, no permitas que el odio sea tu dueño o serás, tu también, siervo del mal.
El rey, culpable del mal, recapacita y pide perdón a Dios. En ese momento Hamlet ve la ocasión de matarlo : «Ahora podría hacerlo, ahora que reza […] pero así iría al cielo». Hamlet puede odiar y castigar el delito mientras deja la suerte eterna del delicuente en manos de Dios, o puede odiar al delincuente y juzgarlo y condenarlo en lugar de Dios.
En la obra y en la vida (si es que, al final, no son lo mismo) el mundo está mal. Hamlet y los que son como él no se esconden. Pero luchar no es suficiente. Si se elige el odio (aunque sea el odio al mal y al malvado), entonces la tragedia de la vida acaba mal. Lean a Shakespeare y verán cómo acaba en la obra (y en la vida que, al final, son lo mismo) el principe de Dinamarca, su amada Ofelia, sus amigos…