La producción literaria del conde Lev (León) Nikoláievich Tolstói (1828-1910) está jalonada por su monumental Guerra y Paz, o por la grande tragedia de Ana Karenina, dos novelas-río que han cautivado a millones de lectores a lo largo del tiempo
Sin embargo, los cuentos, pequeñas narraciones cortas –algunas de ellas como La muerte de Ivan Illich o El hermano Sergio funcionan como noveletas—son cada día más apreciadas por el lector contemporáneo, poco habituado a enfrentarse a grandes tomos.
Y de entre los cuentos hay uno que podría ser lectura obligada, sobre todo para los niños y los jóvenes que están preguntándose dónde está Dios en estos tiempos de guerras, crisis económicas, pandemia y una hambruna que ya toca a una séptima parte de la humanidad.
Se trata del cuento En donde está el amor, allí está Dios, una historia sencilla que contiene la mayor de las enseñanzas de Jesucristo a los hombres y que Tolstói teje con finísima delicadeza, lejos, muy lejos de la protesta, la rebeldía o el dogmatismo vuelto literatura.
La vida desde un sótano
Como muchas de las narraciones cortas de Tolstói, el protagonista es un humilde y honrado zapatero de nombre Martín que vive solo, entregado a su trabajo, en un entresuelo, “una pieza alumbrada por una ventana”.
Desde esa ventana (como el poema de León Felipe) ve pasar al mundo. O, más bien, ve pasar los pies calzados de sus conciudadanos, muchos de los cuales, botas, chanclos o botines, han pasado previamente (una o dos veces) por su taller.
La vida de Martín es triste, melancólica, Ha perdido a su mujer, el hijo que sobrevivió a la muerte prematura de sus hermanos y que le había acompañado los primeros años de viudez, enferma y muere muy joven. Ya no tiene deseos de vivir.
Una visita providencial
Un día, hacia la Pascua de Pentecostés, el viejo zapatero recibe la vista de un paisano suyo que llevaba ocho años peregrinando por el mundo. Martin le platica sus penas y le confirma que su vida no tiene sentido alguno y que le ha pedido a Dios (de quien se ha alejado) la muerte.
El peregrino lo escucha y después le da el mejor de los consejos que Martin hubiera podido escuchar. Si su vida ha de tener sentido (como la de cualquiera de nosotros), ello provendrá de vivir para Dios.
Afortunadamente, el zapatero sabe leer. Entonces, el amigo le recomienda que compre el Evangelio y que lea la Palabra de Dios. “Ya verás –le dice el peregrino al zapatero (¿o nos lo dice Tolstói a nosotros?) cómo en el libro santo encuentras respuesta a todo cuanto preguntes”.
Sentirse el rico fariseo
Martin obedece. Compra el Evangelio y cada noche lee algunas páginas. Poco a poco va surgiendo en él la inquietud sobre su vida, el sentido de vivir, la capacidad de responderle a Dios o quedarse sumido en el dolor, la soledad y el vacío.
Tolstói no tiene ningún reparo en citar pasajes completos de los Evangelios como parte de la “conversión” del zapatero. Hasta que llega al pasaje del rico fariseo que invitó a comer a su casa a Jesús y en donde irrumpe la mujer pecadora que ungió sus pies con aceite oloroso y los lavó con sus lágrimas.
Martin, quitándose las gafas y pensando en que él había sido como el fariseo que no le ofreció nada a la llegada de Jesús a su casa, nada más viviendo para sí mismo, bebiendo el té, teniendo la sopa en el caldero y trabajando para que no le faltara nada, se había olvidado “del convidado”.
El llamado y el ensueño
Es aquí donde viene la “conversión” de Martin. En un duermevela, inclinado sobre los Evangelios, escucha una voz muy clara que, dos veces, le dice que el día de mañana vendrá a visitarlo el Señor. “¡Martín! ¡Eh, Martín! Mira mañana a la calle, que yo vendré a verte”.
Al día siguiente, al romper la aurora, Martin ya estaba listo, en su mesa de trabajo, mirando a la calle para ver al Señor para, cuando lo viera, invitarlo a pasar a su habitación y atenderlo. Pero, el Señor no llegó. Llegaron solamente tres personas que se arrimaron a la ventana.
La primera, un viejo soldado subempleado, muerto de frío a quien Martín invitó a tomar el té y a calentarse; la segunda, una mujer con un hijito, muerta de hambre y su bebé de frío, a quienes Martín cobijó, dio de comer y regaló un mantón viejo pero mullido, para envolver al niño y 20 monedas para que la mujer pague el empeño de su abrigo.
La tercera, una anciana que vendía manzanas y que un granujilla le había robado una. Dado que la anciana golpeaba sin misericordia al niño y amenazaba con llevarlo a la policía, el zapatero le recordó la parábola del acreedor al que se le perdonó la deuda. La anciana cede y el niño también. Y luego se van juntos, ayudándose uno al otro.
El aviso del cielo
Ya era de noche (en Rusia, en invierno, la noche llega muy pronto) y el zapatero colgó el quinqué y comenzó a leer el libro santo. Como el día anterior, de pronto vio, o sintió, una presencia, luego otra y luego otra. Las tres sonrientes y agradecidas. Eran el viejo soldado, la mujer con su pequeño y la anciana de las manzanas con el granujilla.
Lleno de alegría, Martín volvió a la lectura y se topó con San Mateo en el pasaje en que el Señor dice a los hombres que lo que hayan hecho por un hermano, el más pequeño, el más insignificante, “es a mí a quien lo has hecho”.
“Y Martín comprendió que su ensueño era un aviso del cielo, que en efecto el Salvador había estado aquel día en su casa, y que era Él a quien había acogido”.