El hombre es un ser complejo. Estamos interiormente divididos. A veces deseamos lo que no nos conviene. No hace falta referirse a los principios morales, basta mirar la experiencia de que nos apetecen ciertos alimentos que nos perjudican. Y lo sabemos.
Esta complejidad interna se complica aún más cuando nos fijamos en lo que, finalmente, hacemos: no siempre somos coherentes, no siempre somos capaces de obrar de modo acorde con lo que pensamos. De antiguo viene la sentencia video meliora proboque, deteriora sequor (veo lo mejor, y lo apruebo; pero sigo lo peor).
Por eso producen admiración las personalidades en las que todo parece armonizar. Se trata de personas asombrosas en las que brilla la coherencia entre el pensar y el hacer, entre la interioridad y la acción. Su autenticidad y firmeza inspiran confianza.
Miguel de Unamuno (1864-1936) pinta un hombre así en su novela San Manuel Bueno, mártir (1930). Don Manuel es un sacerdote de un pequeño pueblo en la diócesis de Renada, nombre que al repetir la nada recuerda la sentencia de Teresa de Jesús («todo es nada y menos que nada…») o remite a una minucia. Que los buenos escritores gustan de jugar al doble sentido.
Don Manuel es un hombre íntegro y eso se traduce en que el pueblo lo considera un santo. Se desvive por las buenas gentes de su pueblo a los que quiere sinceramente y con obras. «Su vida era activa y no contemplativa, huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer». Huye de la ociosidad y de la soledad. Y se esfuerza por dar a la gente aquello que le procura contento. Quiere que estén alegres.
Eso son los mimbres con los que establece el «imperio espiritual de las almas». Porque él las gobierna, orienta y ayuda espiritual y materialmente.
La narradora, feligresa devota que se ha puesto bajo la protección de don Manuel «para que él le marcara el camino» nos hace reparar en algunas “fisuras” en esa imagen de santidad que proyecta el párroco.
Don Manuel huye de la ociosidad y de la soledad. Pareciera que «algún pensamiento le perseguía»; de hecho, «parecía querer huir de sí mismo al querer huir de la soledad».
En la soledad es donde el hombre se encuentra más fácilmente con su auténtica realidad, se mira y descubre su mayor dignidad y realidad. Ahí, en la soledad, se muestra lo que es intimor intimo meo, lo que es más íntimo a nosotros que nosotros mismos. Ahí, en la soledad, toma fuerza el contemplativo. Ahí, en la contemplación de Dios toma el hombre conciencia de su valor y del sentido de su vida. Porque la vida tiene un sentido.
Cuando uno se descubre infinitamente amado por Dios y entiende que su tarea es descubrir que este mundo es el mismo paraíso que Dios creó y esta gente con la que vivimos es, uno a uno, imagen de Dios, entonces se entiende que el sentido de la vida es jugar ese juego, desempeñar el papel que Dios ha preparado para cada uno. Así parecen vivir los contemplativos y de ahí toman el brío para obrar a favor de sus hermanos.
Pero Don Manuel no es contemplativo. Es activo. Esa acción, esas obras, son buenas pero ¿cuál es el motor? Todos piensan que es un santo. ¿Qué mueve a un santo? El amor, evidentemente. Y Don Manuel quiere a su gente y les trasmite como verdad aquello que la Iglesia dice que hay que creer.
Hay amor con obras. Y eso está bien. En tiempos de Unamuno no se estilaban las ONG pero, para entendernos, podríamos caer en la cuenta de que para impulsar una ONG bastante hay con acción solidaria (nombre secularizado de la fraternidad). Y eso está bien pero quizá falte algo de lo que da la contemplación si pretendemos hablar de santidad.
El asunto de la fe es complejo. Porque los diablos tienen fe. Y porque puede haber fe sin obras.
Por eso, si está claro que la fe sin obras aprovecha poco, aquí la cuestión es qué ocurre con las obras (las buenas obras, se entiende) si falta fe. Porque la cuestión parece ser que Don Manuel tiene ahí algunas lagunas y por eso prefiere mirar para otro lado (por eso no quiere la soledad ni la ociosidad: huye de la interioridad, que es huir de su más íntima realidad).
Dice Nietzche que los libros que merecen la pena ser leídos son los que se escriben con la sangre de sus autores. Esta novela merece la pena ser leída. Breve, vibrante, brillante, además. Algo se sabe sobre la espiritualidad y las crisis de Unamuno pero, al final, eso queda entre Dios y él, que es la dimensión fundamental y definitiva. Un respetuoso silencio se nos impone, como siempre que nos adentramos en terreno sagrado.
Pero la obra plantea cuestiones que arraigan en el evangelio, que están en el corazón del debate entre católicos y protestantes y que cualquier creyente sincero debe abordar tarde o temprano.
Dice Platón que «la mayoría no se entera de nada» y Don Manuel quiere mantener a su feligresía en ese estado de ignorancia. Lo importante, lo repite continuamente, es que estén contentos, que sean dichosos en esta vida. De «la verdad os hará libres» también se ha alejado porque, y esta es la cuestión, Don Manuel es hijo de su tiempo, un tiempo que pretende interpretar a Jesús con criterios que excluyen lo sobrenatural. Un Jesús bueno, caritativo, preocupado por el pueblo pero humano, sólo humano. Muerto, porque los hombres mueren y porque (los poderosos de) el mundo siempre lucha contra el bien. Un líder, en suma. Un triste líder, en suma. Porque «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe».
Y así es la vida y la fe de Don Manuel y de quienes han seguido esa senda. Sin infierno, eso sí. Pero con una vida que es purgatorio que intenta aliviar a los demás (queriéndolos y mintiéndoles, por supuesto). Esas obras, ese procurar aliviar y contentar a los demás, proporciona un cierto gozo. Y Don Manuel era alegre, con una alegría constante pero, eso sí, «la alegría imperturbable de Don Manuel era la forma temporal y terrera de una infinita y eterna tristeza».