Dios se hace carne en un hombre, Jesús, y Él decide quedarse para siempre en el pan de la Eucaristía para salvarnos.
Dios visible
Existen dos realidades en el mundo en el que vivimos, la realidad material y la realidad sobrenatural. Dios, el ser que nos trasciende, ha querido unir estos dos mundos, hacerse presente en nuestras vidas para tomarnos con Él y hacernos suyos, verdaderos hijos. No criaturas manipuladas por su hacedor, sino verdaderos hijos que gozan de libertad y de capacidades infinitas.
Desde el principio, Dios quiso que esto fuese así. Tras la creación, empezó por llamar a un hombre de entre todas las naciones. Eligió a Abraham, el primer hombre al que Dios todopoderoso se revelaba.
Se hacía “visible” pues de otra manera, el hombre jamás hubiera podido descubrir al Dios verdadero, al Dios que no está fabricado por manos humanas, sino el verdadero, el que está desde siempre en el cielo, en la creación, y por voluntad propia entre los hombres.
Una historia de amor
Entonces Él fue atrayendo a Abraham hacia sí. Luego a un pueblo descendiente de Abraham, al pueblo de Israel, al que sacó de Egipto y llevó a la libertad del desierto, donde durante cuarenta años fue enseñándoles las verdades de la vida; cómo vivir en armonía con la creación, con los hombres y con Dios.
No se pueden contar las veces en que Dios ofreció su amor y providencia hasta el extremo a este pueblo. Y cuántas veces este pueblo le fue infiel adorando a otros dioses y alejándose de los caminos de Dios, una historia lamentable que se sigue repitiendo, pero esta es historia para otro artículo.
Tras el desierto, Dios establecería un reino, con el cual haría una promesa, que este trono persistiría por siempre….
De las doce tribus de Israel, elige la tribu de Judá, la tribu del rey David, con quien Dios hace esta alianza.
De esta tribu, viene a nosotros el hijo de Dios, el Dios encarnado, Jesucristo, nacido en Belén. Él es la promesa que viene al mundo para restaurar definitivamente la amistad entre Dios y los hombres.
Jesucristo, la promesa hecha realidad
Pero volvamos un poco más atrás. La noche de la Anunciación, donde el ángel se aparece a María para anunciarle que el hijo de Dios se encarnaría en ella es un momento glorioso para la historia de los hombres.
La promesa hecha por Dios siglos antes finalmente se hacía realidad. Uno de la Trinidad tomaba la carne de María para que Dios pudiera venir a nosotros como uno de nosotros.
Siendo todopoderoso, se hace nada. Asume los límites de nuestra humanidad. Este hombre, el Dios encarnado, fue la luz que vino a iluminar las naciones, como diría el viejo Simeón el día de la presentación del niño en el templo.
Finalmente teníamos con toda certeza alguien que nos apuntaba al cielo, que ponía un propósito en medio de los pueblos, y nos marcaba un camino para alcanzar la vida eterna.
Eucaristía, alimento para ser transformados
Es en la Última cena Cristo instituyó su Santísimo Sacramento, la Eucaristía, para que no nos faltara su presencia hasta el final de los tiempos, para que lo contemplemos en esa pequeña hostia -que esconde todo su poder y magnificencia- y así nos acerquemos con confianza y sin miedo para alimentarnos de esa comida espiritual que necesitamos para ser transformados en hijos de Dios y hermanos de Cristo.
Por eso, la Iglesia recomienda que comulguemos por lo menos domingos y fiestas de precepto.
Así logra Jesús nuestra salvación
Pero ¿por qué la encarnación de nuestro Señor es la garantía de nuestra salvación?
El día de la Ascensión celebramos el hecho de que Jesús regresa con su Padre al cielo, después de haber pasado 40 días después de su resurrección con los hombres.
Pero no regresa solo en espíritu. Esta vez, trae su humanidad a cuestas. Es decir que vuelve a la Santísima Trinidad siendo Dios, pero también siendo hombre. Y con esto, Él asciende al cielo con todos nosotros.
Este acontecimiento nos da la certeza de que Dios no destruirá a la especie humana. Pues en medio de sí, hay uno, el hombre perfecto, Jesús, su Hijo. Por eso decimos que la encarnación del Hijo de Dios es garantía de nuestra salvación.
Pidámosle a nuestro Padre Dios ser el sagrario que reciba esa carne y sangre de Jesucristo, con la santidad que merece, que sea Él quien inspire este amor para que sea extremo como su amor fue extremo.