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Puede parecer una escena bíblica, o incluso inspirada en las leyendas de los pioneros americanos de hace más de dos siglos. Pero es asombrosamente actual: Si uno sobrevuela estados como Ohio, Michigan o Virginia en verano, podrá ver cientos y cientos de campamentos provisionales que aparecen con el buen tiempo. Solo en Michigan, más de 10.000.
Se trata de trabajadores agrícolas temporeros, muchos de ellos de origen hispano, y católicos, cuyo humilde trabajo sostiene realmente la economía americana. Cada año salen de sus hogares en cuanto pasa el invierno, llevando a sus familias consigo; emigran desde los estados del sur hacia el norte, para trabajar en inmensas granjas durante meses. Desde hace varias generaciones.
Es todo un movimiento migratorio interno de inmensas proporciones. Según explica a Aleteia el obispo auxiliar de Detroit, monseñor Arturo Cepeda, son más de 3 millones de personas. Y desde el principio, la Iglesia católica les acompaña, migra con ellos, les despide en sus diócesis de origen y les admite en las diócesis de destino. Toda una "parroquia nómada" que atiende a este humilde y poco conocido sector de la sociedad americana.
Pero mejor que sea el propio obispo Cepeda, encargado de esta pastoral específica dentro de la Conferencia Episcopal, quien nos lo explique.
– ¿Cuándo ha empezado a suceder este fenómeno de personas que van a trabajar a otros estados y que viven fuera de sus casas durante gran parte del año?
Realmente son aproximadamente más de 100 años, prácticamente, de esta tradición de migrar, especialmente trabajadores agrícolas que se mueven de sus lugares para trabajar los campos. Prácticamente siempre han existido, aunque hayan sido casi invisibles.
Pero desde un punto de vista más organizado, prácticamente son alrededor de 70 años, cuando empezaron los programas de Braceros. [Se trata del conocido Programa Bracero, entre EE.UU. y México, en el que se importaba mano de obra mexicana para trabajar los campos durante la segunda guerra mundial, nota del editor]. Y el cuidado pastoral, especialmente desde el punto de vista de nuestra Conferencia Episcopal, ya son aproximadamente 50 años de acompañamiento.
– ¿Y de cuántas personas estamos hablando?
Los datos de nuestras memorias y conclusiones del 5º encuentro – que son los que nos ayudaron a para hacer el Plan Nacional de Pastoral Hispana – nos dicen que estamos hablando de más de 3 millones de personas en los Estados Unidos, que trabajan en esta industria de producción de alimentos; desde la agricultura hasta la pesca y la producción de cultivos.
Pero ya no son inmigrantes extranjeros, como en el siglo pasado: estamos hablando ya de de la segunda y la tercera generación de migrantes que han convertido en el trabajo agrícola su modo de vida. Son migrantes internos, para entendernos: son gente que ya vive en Estados Unidos, que viven en Texas, en Arizona, en la Florida.
– Y que van a trabajar a los estados del norte.
Exactamente, ese es prácticamente su sustento. Ellos son los que conocen las tierras, conocen la cosecha, la trabajan año tras año. O sea, es todo un fenómeno: no estamos hablando aquí de de indocumentados o personas que están tratando de buscar trabajo en otros lados. Es su modo de vida, que pasa de padres a hijos.
– ¿Cómo es posible que durante todo este tiempo esta realidad haya permanecido casi invisible?
Yo pienso que lo que ha sucedido es que los medios de comunicación, el mismo gobierno, no han hecho el trabajo suficiente para reconocerlos. Ahora, los estados mismos se han dado cuenta de que el trabajador agrícola es migrante, no es local. El gobierno se ha dado cuenta de que no puede tener la producción necesaria sin la ayuda de nuestros migrantes.
Así que en los últimos 50 años es precisamente lo que lo que en este momento se ha dado, como se dice, como un fenómeno. Pero esa es una realidad que ha existido en nuestras comunidades por años, por décadas.
– Y es muy interesante porque usted habla de casi ciudades hechas de tiendas, de trailers. O sea, es algo como visualmente muy, muy llamativo.
Les llamamos campamentos. Son prácticamente ciudades móviles, estamos hablando de miles de migrantes, con sus familias. Cuando llega el momento de la cosecha, ellos ya saben prácticamente adónde van a dirigirse.
Como te estaba diciendo, por ejemplo, en Michigan, de donde yo soy pastor, durante el tiempo de la cosecha, tenemos aproximadamente 10.000 campamentos en todo el estado. Estamos hablando de decenas de miles de ellos en todo el norte. Son varios estados y muchas diócesis implicadas.
– Y estos migrantes en su mayoría ¿son hispanos de segunda generación o hay otras nacionalidades?
La mayoría son hispanos de segunda y tercera generación. Es toda una forma de vida.
– ¿Y cómo les acompaña la Iglesia desde hace 50 años?
Es todo un acompañamiento integral. Es que no estamos ayudando a trabajadores individuales, sino a familias enteras. Toda una familia, el núcleo familiar, todos se mueven hacia la cosecha.
El acompañamiento comienza desde un principio; por ejemplo, en la diócesis de Brownsville, que está al sur de Texas, las parroquias mismas ya saben que muchos de sus parroquianos prácticamente son trabajadores agrícolas y son migrantes. Y les ayudan a prepararse.
Cuando llega el tiempo de la cosecha, es muy bonito porque en las parroquias de Texas se hacen celebraciones de envío en las parroquias. Llegan las familias, tienen su misa, se les dan los sacramentos, también se les da la bendición, se bendicen los carros y se les despide.
– O sea, casi como los pioneros americanos de hace dos siglos.
Entonces, al mismo tiempo, en el norte se prepara su llegada. Por ejemplo, en Michigan tenemos una forma de celebrar su bienvenida y darles ese acompañamiento. Y allí, durante los meses que están en nuestras diócesis, les atendemos a nivel espiritual y también práctico.
Tenemos un buen número de comunidades religiosas que nos ayudan; comunidades religiosas, especialmente de mujeres, que viven dentro del campamento. Tenemos también capellanes para poder proveer la ayuda espiritual y sacramental; y educación, catequesis y formación de liderazgo para nuestros jóvenes.
Porque durante el día, los padres de familia salen al campo y los que se quedan son los niños y los jóvenes. Entonces nosotros les atendemos. Fallecimientos, bodas, bautizos, comuniones... la Iglesia está allí con ellos.
Tenemos celebraciones de primeras comuniones, por ejemplo; tenemos también una celebración muy querida para los hispanos de descendencia mexicana, las quinceañeras. Empezando el otoño tenemos confirmaciones. El obispo va a los campamentos a confirmar a los jóvenes. Es una experiencia increíble de gracia y también de acompañamiento para nuestra gente.
– ¿Usted ha estado en algunos campamentos?
Sí, sí, eso es parte también de mi ministerio pastoral. Y los he visitado en distintas ocasiones, muy especialmente para la celebración de la Eucaristía, Primeras Comuniones y también para la formación de liderazgo para nuevas generaciones.
– ¿Y qué experimenta usted cuando va a esos campos? Porque tiene que ser muy impactante.
Es un momento sinceramente de gracia. Me fascina poder estar, acompañarlos... Yo crecí en Texas, en el sur de Texas. Ellos también tocan mi corazón en el sentido de que traen algo de casa también.
La misa es una celebración sacramental, de comunidad, de fe, pero también es una forma de poder estar en contacto con nuestra gente. Es una celebración social también. Y después de la celebración eucarística, todo el mundo hace fiesta, todos los que están en el campamento, prácticamente son católicos. Es una fiesta grande, y es muy bonito poder celebrar con ellos, estar con ellos y darles ese apoyo de acompañamiento, reconocerles su trabajo y su presencia.
– ¿Qué cree usted que puede hacer? ¿Cuál sería la asignatura pendiente de la Iglesia y de la sociedad con esta gente?
Yo pienso sinceramente que es la formación de liderazgo, porque precisamente son ellos como laicos los que después van a tener que tomar sus decisiones, los que podrán ayudar a nuestras nuevas generaciones a transformar no únicamente nuestra Iglesia, sino la sociedad.
Es muy importante que la sociedad sea consciente del bien económico que estas personas producen. Tiene que reconocer que sus bienes de consumo, el alimento que toman, viene de unos rostros concretos y unas personas concretas que también son ciudadanos y necesitan apoyo. No sería poco.
– ¿Cuál sería su anécdota más bonita, más entrañable, de una visita a un campamento?
Tengo un buen número de ellas, pero yo te voy a contar una que me ayudó mucho a crecer también en mi ministerio episcopal.
Estamos hablando aproximadamente hace diez años. Yo prácticamente acababa de ser nombrado obispo. Y una de mis ideas era poder acudir a un campamento.
Una vez que yo entré en el campamento, era como entrar en otro mundo. Las familias me recibían y me daban la bienvenida. Recuerdo muy bien que los niños ya estaban preparados, les habían dicho que iba a llegar el señor Obispo; y muchos de ellos quizás no habían visto a un obispo en sus vidas.
Recuerdo muy bien que en ese día yo tenía otros asuntos pendientes, otros compromisos, y no iba a estar con ellos más que parte de la tarde; y quizás solo iba a poder saludarles.
Pero la forma en que ellos me dieron la bienvenida, la forma en que ellos celebraron la Eucaristía... Estaban todas las familias reunidas en, prácticamente, una parroquia sin techo. Estábamos a la intemperie. Sólo tenían una mesa de madera pequeña como altar. Ni campanas, ni incienso... solo una humilde celebración comunitaria.
Eso me tocó mi corazón, definitivamente Ya no me quería ir. Quería estar con ellos, hablando de todo. Después de la celebración tuvimos la cena, y fue toda una celebración eucarística de comunidad, de fe, que nunca podré olvidar. Fue una de mis primeras experiencias como obispo en Michigan.
Yo pienso que este es uno de los mejores dones, el don de acogida, de bienvenida y de celebración de fe. Este don estaba completamente vivo en ese campamento, cuando en la ciudad a veces era todo tan frío. No, no sé. Es. Es entrar a otro mundo. Y eso me gusta mucho. ¡Fue casi como entrar en el campamento de Israel!